“Cuando volví daba saltos de alegría, me caían las lágrimas y lo primero que hice fue besar la tierra de mi huerto”, cuenta a Efe en su casa de madera en el pueblo de Opálchichi, a 25 kilómetros de la central y dentro de la “zona de exclusión” de 30 kilómetros creada tras el accidente.
Vestida con una chaqueta de lana roja y con la cabeza cubierta con una pañoleta como es tradición en las “bábushkas” (abuelas) del campo ucraniano, esta anciana menuda y pizpireta rezuma energía por los cuatro costados mientras nos muestra su coqueta casa pintada en blanco y azul.
“Me llamo María Petrovna”, se presenta a voz en grito, utilizando su patronímico. “Nací aquí en 1929 y viví aquí toda la vida“, continúa.
Antes de la fatídica madrugada del 26 de abril de 1986 vivían en el pueblo unas 600 personas. ”Avisaron por la radio que había explotado la central de Chernóbil y que tenían que evacuarnos... Trajeron unos aparatos para medir la radiación y unos autobuses“, recuerda de aquellos días posteriores al accidente. ”Dijeron que nos lleváramos pocas cosas. El 4 de mayo por la noche nos trasladaron a otro pueblo. Enseguida me puse a ayudar allí, con los animales. Pasé el invierno, pero la siguiente primavera ya estaba de vuelta en casa, trabajando en mi huerto“.
Con ella, volvieron al pueblo 150 personas, pero ahora, 30 años más tarde, solo quedan cuatro.
”¿Dónde está la radiación? Los ucranianos no tenemos miedo“, asegura y desgrana su particular versión de los hechos.
”El jefe del koljós (granja colectiva soviética) estaba robando todo lo que quería, y nos evacuaron para que nos olvidáramos. Aquí está todo limpio, no está contaminado“, insiste.
Dice que les prohibieron hacer fuego, pero ella un día encendió una hoguera. Luego, un helicóptero comenzó a volar cada vez más cerca ”y el piloto abrió la ventana y me amenazó con el puño. Yo agarré un palo y también le amenacé“, cuenta, mientras ilustra con gestos aquel incidente.
María Petrovna es una de las 1.500 personas que decidieron volver a la zona de exclusión en los dos años posteriores al accidente y se instalaron en 12 pueblos. Fueron muriendo y en la actualidad apenas quedan 156, repartidos en cinco pueblos. Vive de una pequeña pensión, y su hija y su yerno le traen desde Kiev provisiones de vez en cuando. También dice que le ayudan los guardias forestales de un pueblo cercano, que le dan pan o leche y le acercan leña cortada para alimentar la estufa.
Pero además, desafiando a la radiación, ha plantado en su huerto tomates, cebollas y patatas.
El interior de su casa es alegre y colorido. Paños típicos ucranianos de flores adornan mesas y ventanas. En las paredes cuelgan almanaques con láminas de iconos, y una gran fotografía de su hijo preside el saloncito donde come y se sienta frente a la ventana.
”Murió cuando tenía 32 años en un accidente de tráfico“, afirma. De su marido no recuerda nada, o no lo cuenta, pero sí rememora cuánto le gustaba bailar y hasta da algunos pasos.
En otra estancia, junto a la cama, un aparador recoge todos sus recuerdos: tazas de cerámica y de plata, figuritas y fotografías, incluida una de cuándo ella era joven. ”¿Me parezco?“, pregunta coqueta, mientras se mueve incesantemente por la pieza.
También está orgullosa de una fotografía del expresidente ucraniano Víktor Yúschenko, que alguna vez la visitó.
Ella sola cocina, ”borsch“, la típica sopa ucraniana, o patatas cocidas, y en verano trabaja en el huerto.
Recientemente estuvo en Kiev unas semanas porque estaba enferma. Su hija trató de convencerla para que se quedara, pero ella se negó. ”Hasta el médico me dijo que el mejor sitio para mí es aquí, que en cualquier otro lugar me moriría", sentencia.