Treinta y cinco grados a la sombra azotan esta localidad, situada a dos horas de carretera del enclave minero de Calama. Poco importa que en Chile sea invierno en esta época del año. En Quillagua nadie sabe qué es el frío.
Unos pocos y esforzados algarrobos dan la apariencia verde al lugar. Las extensas raíces de esta especie arbórea se alimentan de una napa que fluye varios metros bajo el suelo.
Unas 150 personas, en su mayoría ancianos, habitan este villorrio que se levanta en la región de Antofagasta, a unos 1.600 kilómetros al norte de Santiago y a 150 kilómetros al noroeste de Chuquicamata, la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo.
En Quillagua no hay agua potable. El vital elemento lo proporciona el ayuntamiento de María Elena, el municipio al que pertenece el pueblo. Con la electricidad pasa lo mismo. Los quillagueños la reciben sólo ocho horas diarias, cuando aprovechan para encender radios y televisores y cargar los teléfonos celulares que conectan a los habitantes del poblado con el mundo exterior.
“Antes teníamos que ir al único teléfono que había en la plaza, o si no, esperar tres o cuatro meses a que llegaran las respuestas de las cartas que mandábamos. Ahora comemos en la mesa hablando por el celular con nuestros cercanos”, relata con entusiasmo un vecino.
En el pueblo hay una iglesia, un servicio de urgencia atendido por un enfermero y una dotación de bomberos que más que apagar incendios, raciona el agua que escasea.
“Este pueblo es tranquilo, está fuera de la civilización. La gente que vive aquí tiene que ser valiente”, comenta Victoria, una dirigente de la comunidad aymara.
El 2002, la revista National Geographic catalogó a Quillagua como el punto más seco del planeta. Los 0,2 milímetros caídos en 40 años lo atestiguaban. Catorce años después, el pluviómetro apenas ha variado. Sólo se registró una llovizna cuando en marzo del pasado año un fortísimo temporal azotó el norte de Chile y devastó varias ciudades de la región de Atacama afectadas por aluviones y desbordes de ríos que dejaron 28 muertos y miles de damnificados.
Luis nació hace 63 años en Quillagua y casi no conoce la lluvia. “De niño recuerdo que cayó un poco y se mojó la madera. Tuvimos problemas, porque aquí sólo se cocina con leña”.
Quillagua nació a inicios del siglo pasado, cuando Chile era el principal exportador mundial de salitre. El pueblo aprovisionaba el forraje para los animales de las compañías salitreras. El villorrio linda con un río, el Loa, que atraviesa el desierto de Atacama desde los Andes hasta el Pacífico.
Hace medio siglo, los pobladores pescaban pejerreyes y camarones del río. Había patos y en las zonas colindantes se plantaba maíz, acelgas, remolachas y alfalfa, pero las compañías mineras intervinieron el torrente. “Nos contaminaron el agua. Ahora casi no hay y lo poco que corre, está contaminado. Teníamos agua abundante, pero ahora todo murió”, se lamenta un vecino.
Quillagua significa “valle de luna” en aymara, la lengua de la comunidad indígena del mismo nombre que pobló las mesetas andinas durante el periodo prehispánico. Gran parte de los habitantes de este oasis son aimaras, aunque también hay de las etnias quechua y atacameña.
En medio de las rústicas casas del pueblo destaca el Museo Antropológico Municipal, que pese a su pomposo nombre es sólo una descuidada y polvorienta casona que contiene una decena de momias centenarias y restos arqueológicos hallados en el desierto.
Un denso olor flota en el ambiente donde 13 momias reposan en estanterías y muebles vetustos adornados con collares de plumas, cerámicas y hallazgos funerarios prehispánicos.
“Esto no es un museo, es una bodega. Aquí se albergan los hallazgos que se han hecho en la zona. Hay varias momias que están en óptima condición, pero necesitan el cuidado de expertos y una conservación especial”, explica Mauricio Valenzuela, el administrador del recinto.
Varias universidades han estudiado estos vestigios, algunos de los cuales datan del 500 A.C. y que fueron recuperados en excavaciones. Uno de los cadáveres momificados, protegido apenas con unos cartones, es de un varón adulto de origen asiático cuyos restos se conservan en buen estado gracias a la sequedad y la salinidad del desierto. Los chinos fueron esclavos llamados “culi” que trabajaron en las faenas mineras del norte de Chile y el sur de Perú durante el siglo XIX.
El valle de Quillagua también es conocido por ser un lugar de avistamientos de ovnis, pero desde el terremoto de 2007 ya no llegan turistas.
Pese a las duras condiciones de este lugar, los vecinos de Quillagua se resisten a abandonarlo. “Aquí no hay entretenimiento, pero la vida es muy sana, muy tranquila. Todos los días son iguales”, filosofa unos de los vecinos.