Lo logra a través de un centenaria técnica japonesa para reparar valiosas piezas de cerámica conocida como “kintsugi”.
Su intervención, que puede traducirse como “Mis cicatrices son las que me tejen” ("Mes cicatrices. Je suis d'elles, entièrement tissé), consiste en revestir de metal noble el hueco de un seno extirpado por el cáncer de mama de Marie o las señales de un rostro fracturado por el destino de Olivier, para capturar el proceso en un reportaje audiovisual.
“Mi proyecto es valorar la cicatrización, más que la cicatriz”, explica a EFE Gugenheim (París, 1978), que fabrica “poesía metálica” sobre cuerpos resquebrajados. Lo hace porque le interesa la metamorfosis que una cicatriz profunda imprime en el dueño de ese cuerpo, obligado a renacer sin desprenderse de las marcas del dolor; forzado a integrar los accidentes geográficos del azar.
“Es un gesto ritual, mágico, que consiste en la aplicación de oro sobre una cicatriz. Esa intervención quiere significar la valoración de esa mezcla de fuerza y fragilidad que nos hace humanos ” , resume una artista que incubó la idea en agosto de 2014, cuando se encontró con Marie, la primera de sus lienzos vivos.
“La conocí en un festival. La vi con el torso desnudo y vi un seno y una cicatriz. Rápidamente pensé en la técnica 'kintsugi' que había descubierto una década antes, cuando trabajaba como periodista para una revista de arte”, recuerda.
Ese método japonés surgió a finales del siglo XV, cuando el comandante Ashikaga Yoshimasa envió una taza de té de cerámica para que fuera reparada en China. Disgustado por el tosco resultado a base de grapas metálicas, pidió a artesanos nipones que inventaran una nueva solución, dando así origen al “kintsugi”, que rellena las juntas fragmentadas con barniz de resina y polvo de oro.
Además de una técnica artesanal, el “kintsugi”, que ha inspirado también a artistas contemporáneos como la estadounidense Barbara Bloom (Los Ángeles, 1951), encierra una lectura filosófica que reivindica que las fracturas forman parte del objeto, le dan valor y no deben ocultarse.
“Todos tenemos cicatrices, inscritas en nuestros cuerpos o invisibles al ojo, pero legibles en nuestros comportamientos. Son el resultado de una apendicitis, un sufrimiento amoroso, una injusticia, la ablación de un seno (...). También son testigos de una reconstrucción y signo de nuestra capacidad de cambiar, de re-engendrarnos”, agrega Gugenheim.
La artista ha trabajado ya sobre el cuerpo de dos voluntarios y prepara otras intervenciones mientras busca patrocinadores para su proyecto, un protocolo que también ha desarrollado en sesiones con público en la prestigiosa galería parisina Thaddaeus Ropac a través de la Fondation d'Enterprise Ricard para el Arte Contemporáneo.
Su “protocolo”, según su propia terminología, sirve además como diván metafórico para reflexionar sobre la huella de las experiencias vividas, pero también sobre los rastros de la materia en el cuerpo, renovado tras la cicatrización pero alterado e incapaz de regresar al idéntico estado anterior.
Pero Gugenheim avisa de que su trabajo es una mera reflexión intelectual que desemboca en un proyecto artístico y que no pretende servir de curación física o psicológica para los modelos.
“No me gusta mezclar las cartas, no soy terapeuta”, zanja.