Comisionados

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Poco después del Golpe de Febrero del 89, durante el gobierno de Rodríguez aparecieron los “contratados”, derivación de un Decreto del Poder Ejecutivo (PE) por el cual se prohibía nuevos nombramientos de funcionarios en la administración pública y en razón de la avalancha de “pedidos” de los que activaron en el golpe de Estado, que entendieron tener todo el derecho sobre el único “botín” que es siempre el Estado. Este aumento en la cantidad de funcionarios viene repitiéndose con cada elección general o municipal, al parecer para retribuir los gastos o compromisos con operadores políticos por el esfuerzo empeñados en las campañas proselitistas. En algunos casos no aumentó tanto, sin embargo, igual costó muchísimo las “indemnizaciones” por retiro voluntario para, al fin, crear vacancias a nuevos funcionarios.

Pero nuestras autoridades políticas son especialistas en desvirtuar todo, o mejor dicho prostituir, y crearon la figura del “comisionado” para ubicar a parientes, “íntimos”, amigos, etc.; y al final, camuflar planilleros, en evidente connivencia entre ambos, autoridad y “comisionado”.

Comisionado es la persona al que se le asigna una tarea específica y entender en algún negocio o asunto, por su cualificación para el efecto, normalmente fuera de la organización a la que pertenece y por tiempo determinado. Es probable que se haya adoptado del ámbito militar, sin embargo ahí, implica responsabilidades bien definidas entre ambos. La autoridad que pide y recibe al comisionado asume el control disciplinario, operativo y funcional (asignarle misión o tareas y calificar su desempeño); la autoridad que ordena la comisión mantiene la responsabilidad administrativa (pago de salarios, etc.).

Se deduce entonces que tiene más responsabilidad la autoridad que el “comisionado”. Obviamente que esas condiciones no se dan en la administración pública, considerando que hay un intercambio injustificado y grosero de “Comisionados” entre varios organismos del Estado; del Congreso a Itaipú Yacyretá, Justicia Electoral, municipalidades, gobernaciones, ministerios, entes autárquicos y viceversa, haciendo de esta práctica una “asociación ilícita para delinquir”, pagando y recibiendo dinero del erario público sin realizar ninguna tarea ni prestar servicio alguno, lo que constituye un vulgar robo.

Pero lo sorprendente es la servil pasividad con que aceptamos este desvergonzado robo (apenas ñe’êmbeguépe), conviviendo con ellos, como si nada, la rutina de la vida social.

Debemos cambiar la creencia de nuestra sociedad que la “autoridad está fuera de la ley” y comprender claramente que ella deviene de la ley y su accionar es única y exclusivamente para su estricto cumplimiento por lo que compromete su responsabilidad civil y penal en el ejercicio de la función pública. Debemos parar con urgencia esa discrecional e impune actuación que pone en tela de juicio la eficiencia de nuestra democracia.

Luis M. Sapriza

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