Está condenado a cadena perpetua por elevar la desaparición de personas a una política de Estado en Argentina.
“Pongamos que eran 7.000 u 8.000 las personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión; no podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la Justicia” , dijo Videla en una entrevista en su celda al periodista Ceferino Reato, según el revelador libro “Disposición final”.
Videla carga sobre su espalda dos condenas a cárcel de por vida y otra a 50 años por crímenes de lesa humanidad y robo de bebés entre 1976 y 1981, los peores años de la dictadura, que dejó entre 10.000 y 30.000 desaparecidos, según entidades humanitarias.
El exgeneral, que gobernó con la cruz y la espada como un moderno cruzado, dijo sobre esos crímenes que “estábamos de acuerdo (los militares) en que era el precio a pagar para ganar la guerra y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta”.
“Por eso, para no provocar protestas dentro y fuera del país, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera”, argumentó el exdictador.
Publicado el libro, Videla dijo que su confesión fue malinterpretada, pero Reato, quien no pudo ingresar a la celda con grabador, dijo que los apuntes fueron leídos y avalados por el entrevistado antes de su publicación.
Ahora el excomandante en jefe de las Fuerzas Armadas vuelve al banquillo acusado por el Plan Cóndor de represión en Sudamérica en los años 70, delante de jueces civiles ante los cuales suele plantarse erguido con la pose marcial típica de un general de la antigua educación prusiana del ejército argentino.
“Combatimos la subversión marxista”, había dicho ante la Justicia al señalar que su enemigo eran las guerrillas de Montoneros (peronista) y ERP (guevarista), en momentos en que se libraba la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Las sentencias en su contra revelaron la existencia de un “plan sistemático de eliminación de opositores”, según la justicia argentina, como activistas políticos, sindicales, estudiantiles, sociales, religiosos de la Teología de la Liberación, artistas e intelectuales, miles de ellos desaparecidos.
Desmantelados los grupos armados, aislados y sin apoyo popular, la represión continuó con militantes, amigos y sospechosos, allegados y familiares.
Fueron así víctimas las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, el obispo católico tercermundista Enrique Angelelli, la estudiante sueca Dagmar Hagelín, las comisiones sindicales enteras de las automotrices Ford y Mercedes Benz y hasta diplomáticos del propio régimen, como Elena Holmberg y Héctor Hidalgo Solá.
La diferencia con otros dictadores como el paraguayo Alfredo Stroessner y el chileno Augusto Pinochet es que Videla careció de partidarios y ningún partido político lo reivindica en Argentina, salvo minúsculos grupos de exmilitares o sus familiares.
En su apogeo, Videla medía 1,80 m, siempre muy delgado, de rostro huesudo, grandes ojos oscuros, bigote tupido y cabello engominado a la vieja usanza.
Leía los discursos con voz grave y estridente, pero un rictus nervioso le hacía latir los pómulos en público, mientras solía restregarse las manos en gesto de incomodidad al enfrentar una vida política de relaciones, fuera de la severa rutina de un cuartel.
Fue el comandante del asalto al poder que derrocó a la expresidente Isabel Perón en 1976, suspendió la Constitución, prohibió los partidos políticos y dispuso la censura en radio y TV.
Videla gobernó aliado al grupo civil llamado ’Los Chicago Boys’ y le dio todo el poder administrativo a un economista de una familia de la aristocracia criolla, José Martínez de Hoz, admirador del Premio Nobel Milton Friedman.
Por orden suya y de los generales, autómoviles sin patente y con comandos encapuchados secuestraban a militantes y los trasladaban para torturarlos en unos 500 centros clandestinos de detención distribuidos en todo el país.
Fotografías y videos en YouTube lo recuerdan en dos momentos clave: al entregar en 1978 la Copa Mundial de fútbol a la selección argentina y cuando le dio un forzado abrazo al dictador chileno Augusto Pinochet tras la mediación del Vaticano que impidió una guerra fronteriza ese mismo año entre ambos países.
Videla ordenó quemas de libros y ardieron en un baldío de la localidad de Sarandí (periferia sur) más de un millón y medio de obras que atesoraba el privado Centro Editor de América Latina.
Alineó al país con Estados Unidos, pero tuvo roces con el entonces presidente James Carter, cuyo gobierno le reprochó las violaciones a los derechos humanos y también haber ignorado el embargo de cereales contra la Unión Soviética debido a la presión de los influyentes exportadores agrícolas argentinos.
Sin carisma ni aspiraciones políticas, el exgeneral intervino la Corte Suprema para nombrar jueces sometidos a su antojo e instaló un plan económico de tipo de cambio altísimo que pasó a la historia como “la plata dulce”, que permitía a los argentinos viajar forrados de dólares a Miami y comprarse cuanto electrodoméstico encontraran.
En 1981 cedió el poder a su delfín Roberto Viola para empezar una lenta transición a la democracia, pero el general Leopoldo Galtieri le dio un golpe palaciego y desató la triste historia de la guerra de las Islas Malvinas contra Gran Bretaña, en 1982.