En esos lugares, cada familia también tiene una historia que solo ella puede contar. Cada uno vive las tragedias de forma distinta y, al mismo tiempo, todas tienen algo en común: tristeza por los que se fueron y temor de los que se quedaron tras superar la enfermedad.
Los Wesseh, del suburbio de Caldwell, en las afueras de Monrovia, eran un típica familia liberiana. Josiah, de 37 años, y su padre trabajaban y ganaban unos 60 dólares al mes entre los dos, mientras la madre y otras dos hermanas se encargaban de las tareas del hogar.
Todo cambió en mayo de 2014, cuando el padre se infectó del virus del Ébola y falleció poco después. "Su muerte puso a toda la familia al borde del abismo y nunca nos hemos recuperado por completo de su pérdida", explica Josiah.
Poco después, la epidemia se extendió por Monrovia y Josiah perdió su trabajo, por lo que los Wesseh se quedaron sin ninguna fuente de ingreso. Ante esta situación, Mary, una de las hermanas menores de Josiah, dejó aparcado su sueño de ir a la universidad y buscó un empleo.
"(Mary) quería estudiar economía, pero con la muerte de nuestro padre y mi desempleo sus opciones de llegar a la universidad eran limitadas", relata Josiah.
Una día, la suerte de los Wesseh cambió y Mary logró un trabajo como higienista en una Unidad de Tratamiento de Ébola (UTE) de Monrovia, lo que dio un respiro a su familia.
Primero en el Hospital Redención y luego en la Clínica Isla, Mary estuvo en contacto directo con pacientes de ébola, ya que su trabajo consistía en darles de comer y lavarlos. Su gran contribución a salvar su ciudad sería también su perdición.
Josiah siempre tuvo miedo de que eso acabara pasando y nunca se sintió cómodo sabiendo que la comida que había en la mesa provenía de un trabajo tan arriesgado y sacrificado, aunque estaba muy orgulloso de su hermana.
Dos meses después de comenzar a trabajar, Mary también se infectó y falleció. "Mary era la cabeza de familia. He llorado mucho desde su muerte", recuerda entre sollozos Josiah, que ni siguiera sabe dónde enterraron a su hermana porque hicieron fosas comunes y nadie les dijo dónde llevaron su cuerpo.
En Liberia, el virus del Ébola ha infectado a más de 10.000 personas, de las cuales alrededor de 4.500 han muerto, por lo que la historia de los Wesseh es algo común. Pero no solo han sufrido los que perdieron a alguien.
Los que sobrevivieron al virus, además de superar la enfermedad, ahora tienen que enfrentarse a los miedos irracionales y el estigma de los que no se contagiaron y aún temen entrar en contacto con ellos.
Siannie Beyan logró curarse en una de las clínicas de Médicos Sin Fronteras, pero al abandonar el hospital chocó con una dura realidad: su marido la dejó y sus vecinos le miran con recelo.
"Perdí una relación de diez años por culpa del ébola. Él se marchó poco después de que me ingresaran en la clínica y mis dos hijos estuvieron varios días desatendidos porque ni los vecinos se atrevían a entrar en casa", cuenta Siannie.
Su abuela materna se dio cuenta de que los niños estaban solos y empezó a llevarles comida, pero no se atrevió a llevárselos a su casa porque tenía miedo de que le contagiaran.
Cuando Siannie fue dada de alta, su alegría era inmensa y solo quería volver a su casa para ver a sus hijos, aunque no se imaginaba lo que iba a vivir.
"El dueño de la casa no quiso dejarme entrar y tuve que buscar otro sitio. Mi madre quiso acogerme, pero tuvo el mismo problema con su arrendatario", lamenta.
Ahora vive en una nueva casa donde nadie sabe que estuvo infectada de ébola, pero siempre le queda duda de que alguien se entere y vuelva a señalarla.