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El 25 de setiembre pasado la ciudad de Jerusalén nos recibió con un sol radiante. Eran las 8:30 cuando el minibús partió del hotel en el que estábamos hospedados cuatro latinoamericanos, invitados por una organización del Medio Oriente que lucha por mostrar que la realidad y el día a día en esa zona son muy diferentes a como los percibimos en esta y en otras partes del mundo.
“Buenos días, yo seré su guía el día de hoy. Me llamo Iuval Rosemberg, soy argentino, nací en Santa Fé, viví mucho tiempo en Bariloche y hace 35 años que vivo en Israel”. Las primeras palabras que marcarían un largo camino que se extendería por las nueve horas siguientes cuando volvimos al hotel tras hacer un recorrido que nos dejó a todos conmovidos y con unas ganas enormes de repetirlo.
Ya cerca del destino, Iuval recibe una llamada: “No te preocupes, sí, ya hablé con ella. Pudo solucionar el problema. Está bien, mamá, yo voy a encargarme de devolver el dinero. Ella está bien, fue algo involuntario, salió apurada y no pasó nada”.
Iuval hablaba con su madre, también argentina y residiendo en Israel. Como todos quedamos callados y algo preocupados, él nos explicó que su hija de 19 años estaba haciendo el servicio militar (en Israel es obligatorio para hombres y mujeres a partir de los 18 años) y que había salido apurada de la casa sin percatarse de que no había llevado dinero y que, al encontrarse en una situación incómoda, una persona se percató de ello y se acercó para ayudarla dándole 100 shekel (la moneda israelí), algo así como G. 150.000, para pagar algo.
“Ella está en una base militar en una ciudad al sur, vuelve los domingos luego de pasar el shabbat (día de reposo para los judíos)”, cuenta con inocultable orgullo. Estábamos atentos a su historia cuando de repente nos vimos frente a un gigantesco muro de piedra -estimo yo, a simple vista- como de 20 metros de altura o más.
Este es el muro que rodea a la Ciudad Antigua de Jerusalén, construido por los otomanos casi 500 años atrás.
El minibús recorre un breve trecho, ingresa a la ciudad y descendemos. El sol se hace sentir con más fuerza y, tras disparar con nuestras cámaras fotográficas en todas las direcciones, iniciamos el camino. Iuval pacientemente va describiendo cada lugar. Es inimaginable cuánta historia hay a cada paso que hacíamos por las aceras de una ciudad varias veces milenaria. La ciudad está dividida en barrios sin ninguna separación física entre ellos. No existe ninguna restricción, más que el respeto a cada grupo que convive dentro de ella.
Primero el barrio armenio, adornado con los colores rojo, azul y anaranjado de la bandera. Unos callejones, unas curvas sinuosas, unas macetas en los balcones y tiendas con productos tradicionales al estilo de los viejos almacenes de barrio en Asunción. No había gente en las casas, o al menos eso parecía; al fin y al cabo, era domingo y los armenios en su mayoría son cristianos ortodoxos, por lo que presumo estaban celebrando el culto o simplemente no estaban en casa.
El guía seguía relatando pormenores de cada rincón, agregando datos históricos que enriquecían el recorrido. Tras pasar frente a la catedral de San James, luego de dos a tres minutos de caminata, nos encontramos con una imagen que no pudimos dejar de captar con nuestras cámaras: un anciano judío ortodoxo vestido totalmente de negro, como es tradicional, parecía detenido en el tiempo observando desde lo alto el Muro de los Lamentos. Habrá sentido seguramente los interminables clics de nuestras cámaras, pues casi de inmediato volteó a vernos y de manera apacible nos dijo “Shalom” (Que estés en paz, en hebreo) y se retiró lentamente.
Iuval nos recomienda no perder tiempo y escuchar la historia del Muro, tras lo cual comenzó el festín de fotos y selfis desde una terraza que nos da una vista privilegiada al objetivo y a la cúpula dorada de la mezquita de Omar, que el rey de Jordania hizo enchapar en oro puro, según el relato de nuestro guía.
El lugar donde se encuentra la mezquita de Al Aksa es sagrado para las tres grandes religiones monoteístas como casi cada centímetro de la Ciudad Vieja. Descendemos luego a la explanada, donde cientos de personas leen la Biblia o simplemente paradas delante del Muro expresan sus sentimientos y “conversan” directamente con Dios.
La parte del Muro más cercana al lugar donde, según la religión judía, Dios creó el mundo es la más concurrida.
Uno no puede menos que expresar un gran respeto ante tanta solemnidad. En silencio y provistos del quipa, nos disponemos a ingresar a otra sección del Muro, ya no expuesto al radiante y fuerte sol que ahora llega también desde abajo y los costados por el reflejo en las blancas piedras del suelo.
Iuval nos explica: “Estas piedras pesan casi 2,4 toneladas, y hay una mucha más grande que pesa cerca de 500 yfueron puestas una sobre otra sin ningún material que las una, están allí por acción de su propio peso. Herodes ordenó su construcción”. No importa el credo que uno profese: saber que esas piedras que llevan más de 2.000 años en ese lugar, colocadas por quien sabe cuántas personas y en qué condiciones, nos deja sin aliento y solo espero el momento que un lugar quede libre, ya no para tomar fotos sino para posar la palma de mi mano sobre ella y dedicarle al menos un Padre Nuestro.
Entre las grietas de cada bloque se observan cientos, miles de pequeños papeles doblados algunos cuidadosamente y otros no tanto, apilados uno al lado del otro como queriendo ganar espacio y meterse más y más adentro.
La noche anterior nos habían advertido que, en caso de querer dejar nuestros deseos, lo hiciéramos ya en el hotel. Tímidamente, cada uno de nosotros nos fuimos alejando del grupo hasta quedar solos con nuestro papelito de deseos y buscando un bendito espacio entre las grietas.
Según la tradición, los deseos se cumplen siempre que sean concretos y tengan una connotación de bien. “No pidáis por la paz mundial”, con tono de broma, nos había dicho el periodista español que coordinaba el viaje.
Una multitud de turistas de diferentes partes del mundo desfilaba frente a los muros; ellos tomaban fotos, oraban, lloraban algunos, mientras otros nada más los observaban. Se puede decir que simplemente era un muro, pero para los creyentes era más que eso. Era el lugar donde estaban seguros que sus plegarias, oraciones o quejas serían atendidas por Dios.
A nuestras espaldas, una inmensa biblioteca con libros escritos en hebreo adornaba el otro lado del Muro y arriba unos gigantescos arcos con sus columnas construidas en tiempos del Imperio Otomano agregaba grandeza a la escena.
Sin ánimo de emitir sonido alguno, nos retiramos nuevamente hacia la explanada, donde cientos de judíos ortodoxos y no ortodoxos, ancianos y jóvenes, seguían con el rito de realizar un mismo movimiento repetitivo, ya sea con la cabeza o con todo el cuerpo, mientras oraban o expresaban sus inquietudes a Dios.
Comenzamos a subir las escaleras para realizar nuevamente una sesión de fotos desde una vista privilegiada. “Bueno, ahora recorreremos la Vía Dolorosa y llegaremos a la iglesia del Santo Sepulcro, espero que no haya tanta gente para tener tiempo de verla en detalles. ¡Ah!, pero antes tendremos que pasar por el barrio musulmán”, nos decía Iuval.
Mientras lo escuchaba no podía sacarme de la mente la sensación de haber estado frente al Muro de los Lamentos, parte del Templo de Jerusalén construido por Herodes, más de 2.000 años atrás. Comenzamos de nuevo a recorrer las angostas calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén mientras el guía retomaba el hilo de su relato.