“Entonces tendí la mano, lo agarré por el brazo y aun así seguía pensando que era tan solo una muñeca”, añade, recordando lo sucedido el 26 de octubre por la mañana en una playa de Bay of Plenty, en la Isla del Norte. “Su cara parecía de porcelana, con el cabello corto pegado al rostro, pero soltó un pequeño grito y pensé: '¡Dios mío, es un bebé y está vivo!'”.
Era Malachi Reeve, de 18 meses. El niño salió de la tienda de campaña en la que dormía con sus padres a orillas del mar. La abrió y se fue hacia el agua, donde lo arrastró la corriente. Ese día, Hutt decidió pescar a unos 100 metros de donde solía hacerlo. “Si no hubiera estado allí o hubiera estado un minuto más tarde, no lo habría visto”, añadió. “Tuvo mucha suerte porque no estaba predestinado a irse. No había llegado su hora”.
Sus padres corrieron a la recepción del campamento. Su madre, Jessica Whyte, explicó al portal de información Stuff, que su hijo estaba de color “morado, frío y parecía encogido”. El niño se recuperó. “Es el de siempre. Tal vez haya aprendido a desconfiar del agua”.
Jonty Mills, director general de Water Safety New Zealand, una organización encargada de promover la seguridad en los ríos, lagos y playas, declaró a la AFP que era “una historia bastante milagrosa de supervivencia” y llamó a los padres a extremar la precaución: “Basta con menos de un minuto para que un niño se ahogue”.