Al igual que en septiembre de 2013, cuando el mismo grupo yihadista asesinó a 67 personas en su asedio al centro comercial Westgate de Nairobi, la sociedad ahora cuestiona la capacidad del Gobierno para hacer frente a la amenaza de Al Shabab, que desde 2011 mata a civiles por la presencia de tropas kenianas en Somalia.
En ambos ataques el Gobierno disponía de informes elaborados por diferentes servicios de Inteligencia -entre ellos el suyo propio- que alertaban de inminentes acciones terroristas.
En el caso del Westgate, las advertencias, que se sucedieron durante meses ajustando paulatinamente fechas y posibles objetivos, se obviaron por completo.
En el caso de Garissa, la respuesta fue enviar a tres agentes para custodiar un campus universitario.
“No son serios. Siempre actúan después de que haya pasado algo. Tenían una pista y no hicieron nada”, lamentaba Teresa Kasiloni a Efe mientras esperaba a que le devolvieran el cuerpo de su hermano.
El 21 de septiembre de 2013, cuando ocurrió el ataque al centro comercial de Nairobi, el principal error estuvo en la gestión del ataque.
Tomando por válida la versión oficial, el asalto fue perpetrado por cuatro terroristas. Ellos solos se bastaron para mantener en jaque durante cuatro días a los cuerpos de elite kenianos, a quienes los servicios secretos estadounidenses, británicos e israelíes intentaban orientar sin éxito.
En la Universidad de Garissa, el elemento devastador fue un inconcebible retraso en la respuesta policial. El Cuerpo de Reconocimiento, la unidad especializada en situaciones de secuestro, tardó doce horas en llegar al campus.
Según ha reconocido el nuevo inspector general de la Policía, Joseph Boinnet -el anterior fue destituido en diciembre, tras otras dos masacres terroristas en el norte del país-, el comando se encontraba en situación de alerta desde las 06.00 de la mañana, media hora después de que comenzara el ataque.
Sin embargo, hasta las 12.30 sus agentes no embarcaron en el avión que les llevó hasta Garissa y, una vez allí, tardaron otras tres horas en llegar hasta el recinto universitario.
Diferentes medios locales, que citan fuentes de Seguridad, aseguran que los responsables de la unidad tardaron ocho horas en conseguir un avión, y que luego se perdieron por carretera intentando localizar el campus.
Mientras esto sucedía, políticos y responsables policiales, entre ellos el propio Boinnet, se encontraban en Garissa desde las 10.00 de la mañana. Se desplazaron en helicóptero, el método de transporte que suelen utilizar los cuerpos de élite.
Los soldados tardaron una hora y media en reducir a los terroristas, lo que lleva a pensar que el número de víctimas habría sido sensiblemente inferior con una respuesta policial adecuada.
Acabada la tragedia, la reacción oficial fue idéntica a la del Westgate: opacidad, censura a los medios de comunicación, ausencia de autocrítica y defensa de una estrategia antiterrorista para muchos inexistente.
“ Hay dinero para que cada diputado tenga una guardaespaldas, pero no hay dinero para proteger a nuestros hijos en las universidades. Kenia ni siquiera tiene un laboratorio forense para investigar lo ocurrido y prevenir otras catástrofes”, critica el conocido activista local Boniface Mwangi en declaraciones a Efe.
Todo ello aderezado con medidas represivas que caen sobre la comunidad keniano-somalí y urgentes cancelaciones de decenas de cuentas bancarias supuestamente vinculadas a Al Shabab.
“Las comunidades musulmanas y somalíes están siendo doblemente victimizadas: sufren el terror de Al Shabab y los castigos indiscriminados del Gobierno”, apunta la subdirectora de Human Rights Watch en África, Leslie Lefkow.
Precisamente, la pobreza de las zonas del norte, olvidadas por la Administración, y los abusos que ésta comete sobre sus habitantes, generan un caldo de cultivo sobre los que Al Shabab lanza sus redes de reclutamiento.
Un círculo que nadie parece querer romper en el Gobierno de Uhuru Kenyatta, que en dos años de legislatura -cumplidos esta semana- acumula cerca de 400 víctimas mortales por terrorismo.