Durante largos minutos de indecible angustia, escuchó al extremista australiano Brenton Tarrant ejecutar metódicamente a los fieles congregados en la mezquita de Al Noor. Le resulta difícil explicar que aún esté vivo. “Es un milagro”, declara a la AFP. “Cuando abrí los ojos, solo había cadáveres” por todas partes.
En total, 50 personas murieron en la masacre cometida el viernes en dos mezquitas de Christchurch por Brenton Tarrant, de 28 años, que se declara fascista y supremacista blanco.
Como numerosos fieles que se encontraban en la mezquita Al Noor para la oración del viernes, Abdul Kadir Ababora, de 48 años, es un inmigrante llegado a Nueva Zelanda en 2010, proveniente de Etiopía, en busca de paz y prosperidad. Hace dos semanas, este taxista y su esposa celebraron el nacimiento de su tercer hijo.
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El viernes, el imán acababa de comenzar su sermón cuando se escucharon los primeros tiros en el exterior del templo, cuenta Ababora. La primera persona a la que vio caer es un palestino.
Un hombre tenía un diploma de ingeniero pero, como él, se ganaba la vida al volante de un taxi en la ciudad más grande de la Isla Sur. “Fue a ver qué pasaba cuando vio al asesino. Cuando echó a correr, le disparó en algún lugar por aquí”, recuerda Ababora señalando a su lado. “Le vi caer”.
Fue entonces cuando Brenton Tarrant comenzó su masacre, matando uno a uno a los fieles indefensos. Ababora se tiró de inmediato al suelo, y se escondió debajo de una estantería donde se almacenan los coranes. “Simplemente hice como si estuviera muerto” .
Todavía le repulsa el carácter metódico de Tarrant, que disparaba una bala tras otra sobre los cuerpos paralizados, perpetrando una masacre que grabó y retransmitió en directo por las redes sociales.
“Este tipo comenzó a disparar al azar, a la izquierda y a la derecha, de manera automática. Vació su primer cargador y lo cambió para recomenzar de manera automática. Después terminó el segundo cargador y puso un tercero, volviendo a disparar como un autómata en la otra sala también”, describe.
Ababora dice que sintió el aire de las balas pasando de cerca. “Esperaba mi turno. Cada dos disparos, me decía: ’La próxima es para mí, la próxima es para mí’ y perdí la esperanza”, cuenta.
Entonces se puso a rezar en silencio y a pensar en su familia. La pesadilla no terminó cuando el asesino se fue, después de vaciar su cuarto cartucho. Durante los siguientes interminables minutos, ningún superviviente osó hacer un ruido. Pero los gritos de los heridos, que no podían aguantar el dolor, rompieron el silencio. “Había sangre en todos lados”.
Un amigo le avisó diciéndole que estaba herido en la pierna. Quiso ayudarle, pero una parte de la extremidad del herido estaba pulverizada por una bala.
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Se tambaleó hasta el exterior de la mezquita donde encontró a otro fiel —cuyo hijo es amigo de su hijo mayor— en el suelo con horribles heridas en la mandíbula, la mano y la espalda. En ese momento se percató de la presencia de otros dos cuerpos, dos mujeres en un baño de sangre. “Cuando acabó con todo el mundo en la mezquita, salió para huir. Estas mujeres llegaban tarde, él las disparó. Bang, bang”.
Tarrant había dejado tirado uno de sus cartuchos, en el que había una inscripción de símbolos nazis, según Ababora. Al igual que la mayoría de los habitantes, Ababora nunca habría imaginado que fuese posible tal estallido de odio en Christchurch, en un país presentado como uno de los más apacibles del planeta. “Nueva Zelanda ya no es segura”, concluye.