La catedral de Urakami se ubicaba a unos 500 metros del epicentro de la explosión y quedó demolida casi en su totalidad, al igual que esa zona de Nagasaki donde se concentraba la población católica de esta ciudad, considerada cuna del cristianismo en Japón.
Unos 8.500 cristianos católicos murieron en el bombardeo, una cifra considerable entre los 12.000 bautizados que había registrados en la ciudad en 1945 y casi la novena parte del total de víctimas mortales del segundo ataque nuclear de la historia, tras el de Hiroshima.
“Los cristianos de Nagasaki están acostumbrados al desastre humano. Pero a día de hoy todavía sufrimos las consecuencias de la bomba”, explica Renzo De Luca, un sacerdote argentino residente en Japón desde hace tres décadas, y director del Museo de los 26 Mártires de la ciudad.
Y es que el bombardeo del 9 de agosto de 1945 fue el último gran golpe que encajaron los cristianos de Nagasaki, después de siglos de persecución, martirio y clandestinidad bajo la prohibición de su culto en el país asiático.
En Japón llegó a haber 400.000 cristianos a finales del siglo XVI pese al intenso hostigamiento de los Gobernantes nipones, que veían a la religión católica como factor desestabilizador y peligroso para sus intereses, señala De Luca.
Entre los episodios más notorios destacan la crucifixión de 26 mártires en una colina de Nagasaki en 1597 -al que se dedica el antes citado museo- o la rebelión Shimabara de 1637, en la que perecieron casi 40.000 campesinos alzados contra el shogunato Tokugakwa, la mayoría de ellos cristianos.
Estos casos, lejos de amedrentar a la población, “ayudaron a promover los valores del cristianismo y su mensaje de paz, perdón y amor”, afirma De Luca, autor de varios libros en japonés sobre la historia de esta religión en el país.
Pero los católicos se vieron obligados a practicar su credo a escondidas -eran conocidos como los “kakure kristian” ("cristianos ocultos") - hasta que se estableció la libertad religiosa hacia finales del siglo XIX, época en que se levantó la catedral de Nagasaki, que llegó a ser la mayor de Asia Oriental.
Entonces comenzó una nueva época de expansión para el catolicismo en Japón que quedó truncada con la Segunda Guerra Mundial y con la devastación de Nagasaki -denominada la “Roma de Oriente” - por la bomba atómica.
Tras la capitulación nipona, numerosos misioneros jesuitas acudieron a las zonas de Japón más afectadas por la guerra, entre ellos el padre español Antonio García, que arribó a Nagasaki en 1950 con veinte años y todavía hoy reside en la ciudad.
García se encontró una ciudad asolada con “montañas de escombros por todas partes“, castigada por la hambruna y con miles de heridos hacinados en las iglesias de la ciudad, convertidas en hospitales improvisados, según relata a Efe.
Tanto García como De Renzo consideran que el legado espiritual del cristianismo en Nagasaki "ha ayudado a sus habitantes a superar la tragedia", y en especial "a perdonar y a no quedarse atrapados en el papel de víctimas", según dicen.
"Algunos creyentes incluso vieron la bomba como un medio del que se sirvió la providencia para terminar con la locura del régimen militarista nipón y traer la paz", afirma por su parte a Efe el jesuita mexicano Juan Aguirre, quien también ejerció de misionero en Hiroshima y Nagasaki en los años posteriores al bombardeo.
Hoy, la reconstruida catedral neo-románica de Santa María de Urakami se yergue sobre una de las colinas de Nagasaki, y es uno de los símbolos de la ciudad junto a los colindantes Museo de la Bomba Atómica y Memorial de la paz.
"Estas son las campanas que no sonaron por semanas o meses tras el desastre. ¡Ojalá nunca haya otra época en que dejen de sonar. Ojalá transmitan su mensaje de paz hasta la mañana del día del fin del mundo", escribió el médico y autor nipón Takashi Nagai, que sobrevivió al bombardeo, en su novela Nagasaki no Kane (Las campanas de Nagasaki, 1949).