El derribo del avión malasio marcó un antes y un después entre Rusia y la UE

MOSCÚ. El derribo hace un año de un avión malasio con 298 pasajeros a bordo sobre una zona de Ucrania controlada por los separatistas prorrusos marcó un antes y un después en las relaciones entre Rusia y la Unión Europea (UE).

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A pesar de la entonces reciente anexión de Crimea, Europa, con Alemania al frente, se resistía a declarar una guerra económica al presidente ruso, Vladímir Putin, consciente de que sus propias empresas, muy activas en el mercado de Rusia, saldrían perjudicadas del envite.

Estados Unidos llevaba tiempo presionando a los Veintiocho para que adoptaran medidas económicas contra Moscú por apoyar a los sublevados ucranianos más allá de meras palabras.

Washington consideraba probado que el Kremlin suministraba armamento a los rebeldes y apuntaba a que soldados profesionales rusos podrían estar combatiendo junto a las milicias separatistas.

Hasta entonces, las sanciones europeas se limitaban a listas negras que prohibían la entrada en la Unión a ciudadanos rusos y ucranianos considerados responsables de la inestabilidad en Ucrania, y congelaban sus activos en territorio europeo.

Aunque la Comisión Europea ya trabajaba antes de la caída del avión en una propuesta de sanciones económicas, el 17 de julio de 2014 lo cambió todo.

Más de dos tercios de los casi 300 fallecidos en el vuelo malasio que cubría la ruta entre Amsterdam y Kuala Lumpur eran ciudadanos europeos, entre ellos 193 holandeses, e incluso los más reacios para apretarle las tuercas a Moscú revisaron bruscamente su postura.

Por mucho que Rusia niegue hasta la saciedad cualquier implicación en esa tragedia y en el conflicto ucraniano, aquel día se convirtió para muchos en parte directa en una guerra que, según la ONU, ya se ha llevado la vida de al menos 6.500 personas.

Los servicios de inteligencia de Estados Unidos y Ucrania enseguida dieron por hecho que el avión fue derribado por un misil lanzado desde territorio controlado por los separatistas y acusaron a Moscú de haberles proporcionado el arma con el que fue disparado.

Menos de dos semanas después, la UE castigó a Rusia con la restricción del acceso a los mercados de capitales europeos a los principales bancos estatales rusos, la prohibición de exportar a Rusia bienes de uso dual (civil y militar), un embargo de armas y un veto a las exportaciones de equipamiento para el sector energético.

Los Veintiocho actuaron de manera simultánea con Japón y Estados Unidos, que anunció su tercer paquete de sanciones contra Moscú el mismo día en que lo hizo Bruselas.

Una semana más tarde, Putin respondió con un embargo a los alimentos perecederos procedentes de la UE, EEUU, Japón, Canadá, Australia y Noruega, una medida que afectó sobre todo a los europeos, hasta entonces principales exportadores de muchos de estos productos a Rusia.

Aunque algunos países europeos, entre ellos España, sufrieron más que otros las contrasanciones rusas, el conjunto de la Unión superó como un mal menor el embargo.

Rusia, pese a presumir de que las sanciones dieron vida a su sector productivo, obligado a sustituir los productos que ya no puede importar, entró a finales del año pasado en una recesión, agravada por la brusca caída de los precios del petróleo.

Cumplido un año desde la caída del avión, todo indica que el clima de tensión entre Rusia y Occidente será una constante en los próximos años.

Medios internacionales han filtrado en el aniversario de la tragedia un borrador del informe holandés que sostiene que el avión fue derribado por un misil lanzado desde territorio controlado por los sublevados.

Al mismo tiempo, Holanda, sin contar aún con los resultados oficiales de la investigación, ya ha pedido al Consejo de Seguridad de la ONU que se cree un tribunal internacional para procesar a los culpables.

Rusia ha adelantado que vetará cualquier proyecto de resolución al respecto y ha cargado contra políticos y medios de comunicación occidentales por centrarse en versiones “que sólo interesan a una de las partes”. 

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