“Chris Cornell 60″: El mundo recuerda al ícono del grunge

Homenajes en todo el mundo celebraron la memoria del músico que ayer habría cumplido 60 años. El cantante de Soundgarden perdió la vida trágicamente tras dar un concierto en Detroit, Estados Unidos, en 2017

/pf/resources/images/abc-placeholder.png?d=2036

Cargando...

Chris habría cumplido 60 años hoy. Si bien todos los que lo amaban están tristes porque ya no está aquí, son todos ustedes, los fanáticos que lo crearon, cuyo amor continúa manteniendo vivo su legado. Estoy muy agradecido Todos ustedes por eso”, escribió su viuda, Vicky Cornell.

El influyente cantante, compositor y músico estadounidense Chris Cornell fue conocido por su trabajo con las bandas Soundgarden y Audioslave, además de su carrera en solitario.

Uno de los sellos distintivos de Cornell era su voz, grave pero agresiva en las notas agudas, que quedó asociada indeleblemente al movimiento grunge de los años 90.

En un evento que conmocionó al mundo de la música, en 2017, después de un concierto en Detroit, Estados Unidos, Chris Cornell fue encontrado muerto en su habitación de hotel. La causa oficial fue ahorcamiento.

En esa fecha que enlutó a miles de seguidores en todo el planeta, El Suplemento Cultural de ABC Color dedicó a Chris Cornell un merecido homenaje a cargo de la escritora Montserrat Álvarez con el artículo “Esa voz que queda, donde Álvarez, con su característico desafío, marca distancia de “los budistas de shopping zen-ter” que en ese momento cayeron en el moralismo de juzgar a Cornell. Lo compartimos nuevamente hoy como un tributo más al recordado artista.

/pf/resources/images/abc-placeholder.png?d=2036

Esa voz que queda

Del hecho de soñar cada noche se aprende que ser uno y a la vez ser otro –un desconocido que nos habita en la mayor intimidad– es algo cotidiano, es decir, que la locura no es una esfera tan separada de la cordura como se suele creer. Como el suicidio, precisamente por eso la locura causa horror: al no estar tan lejos como sería deseable, hay que alejarla –igual que al suicidio– como algo incomprensible, absurdo, ajeno.

Y sin embargo cuántas veces, absortos, sin mirar el semáforo, cruzamos la calle y el súbito frenazo a unos milímetros, los bocinazos y los gritos que nos salvan y despiertan nos dicen en su idioma críptico la verdad que nos negamos a ver, o fumamos como un padre muerto de cáncer de pulmón, o bebemos como el abuelo, leyenda negra cuya mención en la familia abre silencios tétricos, etcétera, etcétera. El misterio no está al doblar la esquina, como los malos poemas dicen, pues nosotros somos el misterio. Dejemos, por ende, a los budistas de shopping zen-ter y demás «seres de luz» con sus sabihondeces, sus superioridades y sus moralismos cuando un hombre solo cruza en medio de la noche cierto puente sutil y se ahorca en el baño de su cuarto de un hotel de Detroit.

Ese puente sutil que lleva a nuestra sombra, presente, a fuer de tal, aun en nuestra gloria y en nuestra risa, pues no podemos separar sombra, locura y sueño del goce de vivir, la lucidez y la vigilia sin mutilarlos.

Hace unos años, cuando estaba impartiendo una clase de filosofía para un grupo de damas de lo que sin ironía suele llamarse la alta sociedad asuncena, al citar, no recuerdo por qué, una frase de Horacio Quiroga y al responder a las preguntas consiguientes sobre su vida y su muerte con un breve resumen cerrado con la toma del cianuro, una de esas damas, con dulce y plácido rostro de mujer «realizada» y feliz, sonrió, condescendiente:

–Pobre…

La miré, estupefacta e incrédula; y pensé de inmediato que sin duda habría yo escuchado mal, pero ella, satisfecha y compasiva, aclaró, sin dejar de sonreír angelicalmente:

–Le faltó sabiduría... ¡No supo ser feliz!

Era, pues, por inconcebible que me pareciera, cierto: aquella mujer en verdad pensaba: «Pobre Quiroga». Aquella mujer realmente se creía afortunada. Lo creía de veras, con sinceridad.

En el tiempo congelado de la locura, sobre la deslumbrante blancura de su sonrisa el poniente doraba la aureola de su cabello rubio con el mismo brillo que inundaba de alegría la terraza y el bello salón. Poniéndome de pie, di la clase por terminada con un portazo y escapé de ese lugar sin una palabra más.

Black Hole Sun
Black Hole Sun

Mientras me alejaba con horror, tan rápido como podía, a largas zancadas, de ese lugar y llenaba con alivio de humo mis pulmones, un sol negro surgió de golpe en mi cerebro para iluminar la escena que acababa de dejar, y en medio de la calle me sorprendí alzando la voz para cantar:

«Black hole sun

won’t you come

and wash away the rain…

Black hole sun

won’t you come

won’t you come…»

Esa pesadilla de máscaras felices celebrando el absurdo bastaría para que el verano de 1994 mereciera haber existido. Recordé que, un poco antes de salir volando –para no hacer algo peor– de aquel salón, miré por un tenso y largo minuto en silencio a los ojos a la señora que se alegraba de no ser Quiroga, mientras pensaba: «Si pudiera elegir entre ser Quiroga y ser usted, no dudaría; pero, en rigor, eso no significa nada, porque si pudiera elegir entre ser un sapo leproso y ser usted, tampoco dudaría».

Pero ella se creía afortunada porque no era Quiroga y ninguna de las otras encontraba eso insensato, y por un segundo yo había visto en el hermoso salón las miradas ciegas de normalidad psicótica y el entusiasmo de colores chillones del edén sin sombras que recordaba del videoclip de aquel hit de Soundgarden.

«¿Cómo puede defender», pensé, «la vida esa señora, si no la conoce? No la puede conocer porque le da miedo la vida cuando de verdad es vida, pues más trágica y más vecina y cómplice de la muerte se vuelve entonces».

En quince minutos, con su guitarra Gretsch, Chris Cornell había dado alma y pesada riqueza sonora a la lucidez escalofriante de una de las canciones más impresionantes de esa década fecunda. En el memorable videoclip, el sol de agujero negro de un cosmos alternativo alumbra rostros distorsionados por la hegemonía forzosa de la alegría, unánime y aterradora fuga de la negada, temida realidad. «Ese», pensé, dirigiéndome en silencio a la dama que compadecía a Quiroga por su falta de sabiduría, «es el barrio cerrado de tu felicidad». Aunque signifique muchas cosas más, como todo buen tema y toda obra lograda, dejé que «Black Hole Sun» por esa tarde significara una, ya que la música enseña y es paciente maestra.

El suicidio es, como la locura, un misterio muy próximo, porque la muerte es sombra y gemela de la vida. En horas de energía y exaltación, de placer y vigor, el miedo –miedo a los límites con los que la supervivencia acota y domestica el desatado poder del cuerpo y de la mente– se debilita, y más feroz se hace entonces el gesto que lo desafía: cuanto más vivo se está, más se tienta a la muerte.

Soundgarden, "Black Hole Sun"
Soundgarden, "Black Hole Sun"

No digo que eso explique suicidio alguno: el suicidio, ya lo dije, es un misterio. Ni, menos aún, que sea fácil ese terrible momento, tan solitario, en el que alguien decide poner fin a todo. Solo digo que esa dama seguramente nunca se suicidará, porque para matarse hay que estar vivo.

Treinta años tenía Cornell cuando escribió ese tema, catorce cuando formó The Jones Street Band, dieciséis al unirse a The Shemps y dejar la casa de sus divorciados padres con el apellido de su madre, veinte al formar el grupo de cuya disolución se cumplen este año dos décadas, Soundgarden.

La muerte es un personaje de esta historia desde sus primeras páginas, con Andrew Wood caído por sobredosis de heroína como origen de Temple of the Dog, y Kurt Cobain, amigo y miembro de la escena que los medios y la industria llamaron «grunge», fuera de juego el mismo año del hit aquí citado, y la muerte ha escrito esta semana su capítulo final. Que termina en el baño de un hotel de Detroit después de un concierto que sería el último mientras el Sol negro se pone sobre el abismo y crece el eco de esa voz que queda, irónica, insidiosa, gran voz que ruge y lleva al estallido por caminos extraños, y que a partir de ahora comenzará a sonar cada vez más fuerte:

«In my eyes

indisposed

in disguise as no one knows

Hides the face

lies the snake

The sun in my disgrace…»

Montserrat Álvarez, “Esa voz que queda”, El Suplemento Cultural de ABC Color, 20/05/2017.

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...