El clamor que se mezclaba con la desesperación cuando el viernes aparecieron las llamas, ha sido sustituido por una sinfonía de chapas que se amontonan, palas que se arrastran y golpes de martillo sobre maderas irregulares.
Sonidos acompasados sobre una horizonte desolador que replica el horror que sobrevuela los barrios arrasados tras bombardeos como los que sufren Yemen, Ucrania o Gaza.
Columpios tristes, piscinas de goma abandonadas, juguetes quebrados y decenas de hierros ennegrecidos, coches calcinados y una capa gris formada por cientos de brasas dormidas envueltas en el humo de las cenizas.
“Solo en este sector han muertos al menos nueve personas”, varios ancianos y dos madres con sus hijos pequeños", explica a EFE Ofelia, coordinadora del campamento y presidenta del Comité Fuerza y Esperanza.
“Tener una casa, eso es lo que necesitamos. Antes del invierno, usted sabe que los inviernos aquí son crueles y aquí hay niños y personas mayores”, explica mientras gestiona con otras vecinas la comida, en forma de "olla común” para todos.
“Pero como somos bien realistas, y eso no va a pasar ahora, nuestras necesidades básicas son agua, alimentos, leche, pañales, vestuario, zapatos, ropa de abrigar, y colchones, que han llegado pero no han dado a basto para todos”, enumera.
Lo que tampoco ha llegado son los materiales de construcción, que igualmente no esperan, por eso muchos comenzaron ya a reconstruir con lo que quedó menos dañado.
Juan, empleado de un restaurante de comida rápida, ha levantado ya varios paneles, y con dos de sus primos levanta las primeras vigas: un palo hundido en el suelo y una madera que pretende que mañana sean el pilar de un hogar.
De momento vive en una carpa. Y ya le ha llegado un colchón reglado por una de las comunas del norte del país, por lo que se cuenta entre los afortunados
Y lo celebra mientras golpea con determinación los clavos, con cumbia que sale con estruendo de un reproductor de música a la sombra de las chapas.
Tiene más suerte que sus vecinos, que se arraciman en un auto completamente quemado: el capó sirve de mesa improvisada y varias tablas permiten tumbarse y resguardarse del sol, que vuelve a picar con fuerza al mediodía.
Al menos corre una fresca y ligera brisa, y no hay indicios de que vaya a volver el viento que el viernes pasado se convirtió en su peor enemigo.
Al igual que Ofelia, José, padre de dos hijos, aseguró que fue todo muy rápido y atroz. En cuestión de segundos esta amplia y mísera barriada del extrarradio de Viña del Mar, en la que malviven 320 familias, se vio abocada al infierno.
“Veíamos las llamas en los cerros, pero no creímos que iba a llegar. Y estaban esos otros campamentos antes. Pero de repente el viento cambió y apenas nos dio tiempo a salir, a correr. Muchos no pudieron”, explica a EFE mientras trasiega entre los escombros.
“Esta tragedia no viene desde el viernes”, precisa Ofelia. “Nosotros no tomamos ninguna importancia porque no creímos que iba a llegar hasta acá. En quince minutos se quemaron las tomas (asentamientos ilegales) de atrás. Después las casas de delante y al final fue una caótica de fuego”, insiste.
“Muchos vecinos no quisieron dejar sus casas. Hubo muchas pérdidas humanas y murió mucha gente acá”, agrega Ofelia, que explica porqué no queda espacio para el luto.
La pobreza, señala, no da tregua. Todos tienen que trabajar este lunes para poder comer y dar de comer a sus hijos, y les gustaría que al llegar a casa, al menos, le espere un techo: aunque sea de lata, con cuatro paredes -aunque sea de madera fina- y un colchón limpio donde descansar algunas horas.