En su nuevo informe anual sobre la situación fiscal de los países en desarrollo, el organismo detalló que en 2022 estas economías dedicaron 443.500 millones de dólares a pagar su deuda externa (la que han adquirido con entidades extranjeras), lo que les obligó a reducir su gasto en sectores clave como la sanidad o la educación.
Son cifras récord. La situación es todavía más desesperada en los países más pobres, que tienen acceso a una serie de recursos especiales del Banco Mundial, como Pakistán, Tanzania o Etiopía.
Estos gastaron 88.900 millones de dólares en pagar su deuda, de los que más de 23.000 millones fueron intereses.
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En el África subsahariana, la situación se puede catalogar ya como “década perdida”, explica a EFE en una entrevista el economista jefe del Banco Mundial, Indermit Gill.
El concepto se suele aplicar a los países latinoamericanos en la década de los ochenta, cuando un ciclo de subidas de tipos de la Reserva Federal estadounidense llevó a muchos a la bancarrota, y la renta per cápita de los ciudadanos de la región se estancó.
Algo similar sucede ahora en el África subsahariana, donde los ingresos del ciudadano medio no han crecido durante los últimos diez años. “La cuestión es qué sucederá en la próxima década”, se pregunta Gill.
La deuda de los países más pobres ante el deseo de reestructurar la deuda
El principal problema al que se enfrentan muchos de estos países es que no existe un mecanismo lo suficientemente rápido para reestructurar su deuda externa, es decir, cambiar las condiciones de los pagos y los intereses para poder hacer frente a sus obligaciones sin entrar en bancarrota.
Es uno de los ámbitos que más preocupan a los bancos de desarrollo y los organismos financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional, que ya han advertido en varias ocasiones de que si varios de estos países entran en bancarrota al mismo tiempo, la crisis podría contagiarse a la economía global.
El principal mecanismo ideado para hacer frente a estos problemas, el conocido como ‘marco común’ del G20, no ha servido para dar ni un solo dólar de alivio a los países que se han acogido al programa, aprobado en 2020, y los esfuerzos para reformarlo llevan tiempo estancados.
Esta situación ha llevado a que la principal fuente de ingresos en estos países provenga de los bancos multilaterales, que se centran en asegurar que haya recursos para educación, sanidad y mantener unos servicios mínimos. El crecimiento económico requiere mucha más inversión.
La deuda de los países más pobres que necesitan evitar el desastre
El camino para evitar el desastre no es fácil, y en el caso de los países pobres -pero también de rentas medias como Argentina, Brasil o México- pasa por adoptar una política fiscal mucho más conservadora, donde la relación entre la deuda y el Producto Interior Bruto (PIB) no sobrepase el 50 %.
Gill admite que la idea puede parecer algo idealista, pero insiste en que contar con espacio fiscal para hacer frente a los impactos que vendrán en el futuro es clave para que estas economías no queden atrapadas en un ciclo insostenible.
Esta lógica se aplica también, por ejemplo, a la inversión privada -ninguna compañía quiere invertir en países que están en riesgo de entrar en suspensión de pagos- o la lucha contra el cambio climático.
El economista defiende que muchos de estos países deberían centrarse más en la adaptación al cambio climático que en la reducción de emisiones, ya que, por un lado, contribuyen mucho menos al calentamiento global que los países ricos y, por otro, sus infraestructuras están mucho menos preparadas para hacer frente a los desastres. Y eso requiere inversiones.