Uno de los hallazgos más tempranos, notables y, al mismo tiempo, desconocidos de ese periplo científico es la historia del niño de Engis, un hito tan precoz y revolucionario en el conocimiento de los neandertales que la comunidad científica necesitó más de un siglo para reparar en su importancia.
Corría el año 1829, apenas 14 años después de la derrota de Napoleón en Waterloo, cuando el médico y naturalista holandés Philippe-Charles Schmerling se hizo con unos cuantos huesos que desencadenarían un viaje hacia el pasado más profundo de la humanidad.
Provenían de una gruta cercana a la ciudad belga de Lieja y parece que se los entregó el director de una cantera cercana.
El médico, que a partir de entonces se dedicaría a estudiar las cuevas de la zona, advirtió que esos restos eran de una antigüedad excepcional que cuestionaba el consenso geológico, que estimaba que la Tierra tenía unos 6.000 años, pese a que hoy sabemos que se le atribuye una edad de 4.550 millones de años.
Pero entonces aún faltaban tres décadas para que Charles Darwin publicara en 1859 “El origen de las especies” y la interpretación religiosa de la historia era dominante en aquellos tiempos. El debate científico se centraba en si los “hombres fósiles” eran antediluvianos o postdiluvianos.
El cráneo, denominado Engis 2, se deshizo en pedazos en las manos de Schmerling. El perspicaz médico describió y difundió ese y otros hallazgos en ensayos con ilustraciones publicados en 1833 y 1834, pero la comunidad científica soslayó su importancia.
Schmerling supo ver que sus fósiles era revolucionariamente antiguos, pero no advirtió hasta qué punto esos huesos de un niño de dos o tres años eran trascendentales: no lo sabía, pero lo que tenía en sus manos era el primer neandertal conocido.
El valle del Neander
Schmerling murió en 1836, dos décadas antes de que el paleontólogo alemán Johann Carl Fuhlrott encontrase unos extraños huesos fosilizados en 1856 en una cueva en el valle germano del Neander, a unos 130 kilómetros de Lieja.
Fuhlrott y el anatomista Hermann Schaaffhausen concluyeron que pertenecían a una raza distinta al hombre anatómicamente moderno, planteamiento que la comunidad científica también rechazó inicialmente.
Hasta que en 1864, el geólogo británico William King propuso con éxito la categoría Homo neanderthalensis para referirse a una nueva especie del género homo, constituyendo una rama del árbol de la evolución que hoy sabemos era genuina de Europa, si bien Williams pensó que estaban más cercad de los chimpancés que de los sapiens.
El niño de Engis seguía mientras tanto olvidado en un archivo y hubo que esperar a 1936 para redescubrirlo. Fue gracias al paleontólogo belga Charles Fraipont, que se topó con esos restos en la colección de la Universidad de Lieja, reconstruyó el cráneo que se le rompió a Schmerling y lo clasificó de forma concluyente como neandertal, con una edad estimada de unos 40.000 años.
El niño de Engis fue, por tanto, el primer neandertal descubierto por los humanos modernos y también uno de los últimos de su especie, que desapareció hace alrededor de 40.000 probablemente por factores ambientales, por causas demográficas y por la competición con los sapiens.
¿Homo neandertal o leodiensis?
El paleontólogo francés Yves Coppens, uno de los descubridores en 1974 en Etiopía del esqueleto de la célebre australopitecus Lucy, dijo en 1995 en una charla en la Universidad de Lieja que lo justo sería que el Homo neanderthalensis se llamara en realidad Homo leodiensis, de león, en referencia a la ciudad de Lieja.
“Era una broma”, dice a EFE el profesor Marcel Otte, que fue quien invitó a Coppens a aquella conferencia y que sostiene que “el término neandertal ha entrado en la literatura hace mucho tiempo y no tiene sentido cambiarlo”.
El paleontólogo explica que lo interesante del niño de Engis actualmente es dónde y cómo se encontró: en lo alto de un acantilado en un valle, y enterrado.
“Le dieron sepultura, había una voluntad ritual”, dice Otte, quien explica que existen “muchos datos de naturaleza cultural o ritual que acompañan a los neandertales”, como “los trofeos de caza, que son bastante frecuentes”.
La paleontología ha ido averiguando también que fabricaban herramientas, cocinaban alimentos, usaban plantas medicinales, preparaban conservas, se adornaban con ajuares, pintaban las paredes de sus cuevas y cuidaban a sus enfermos.
Hoy sabemos que existieron muchos más humanos además de los sapiens, al menos una veintena de otras especies o subespecies del género Homo similares a nosotros que se extinguieron por causas aún desconocidas, como el homo habilis, el Homo erectus, el floresiensis, el naledi o el propio Homo neanderthalis.
Y de alguna manera seguimos sin estar solos, pues los avances en tecnología genética han probado que hubo hibridación y que los seres humanos actuales -salvo las poblaciones africanas- tienen en torno a un 2 % de ADN neandertal, por lo que el legado genético del niño olvidado de Engis y de sus congéneres perdura entre nosotros.