El movimiento golpista en Brasil, investigado por la Justicia, irrumpió el día después de las elecciones del 30 de octubre, en las que Luiz Inácio Lula da Silva derrotó al presidente saliente, Jair Bolsonaro, con un estrecho margen de 1,8 puntos porcentuales.
Esos grupos ultras, que nacieron en Brasil junto con la llegada al poder del capitán de la reserva del Ejército, todavía se niegan a reconocer el resultado de las urnas y claman por una “intervención militar” que impida la investidura de Lula.
En ese movimiento se inscriben miles de personas que acampan frente al Cuartel General del Ejército en Brasilia, a unos cuatro kilómetros del Parlamento, donde Lula jurará este 1 de enero en presencia de todo el poder político nacional y líderes de una veintena de países.
También ese día se espera que unos 300.000 simpatizantes del presidente electo se den cita en la Explanada de los Ministerios, que concentra todos los edificios del poder público y a la que el ingreso estará estrictamente vigilado por todos los cuerpos de seguridad del Estado.
El movimiento golpista ha sido en general pacífico, ha provocado hasta ahora mucho más ruido que nueces, pero algunos episodios de violencia han sensibilizado aún más las alarmas.
El pasado 12 de diciembre, después de que un bolsonarista fue detenido por amenazar a Lula en las redes sociales, esos grupos tomaron las calles de Brasilia en unas protestas que acabaron con una decena de vehículos incendiados.
Lula, quien para volver al poder que ya ejerció entre 2003 y 2010 se ha aliado con un amplio abanico de partidos, que incluye desde la izquierda hasta la derecha más moderada, es consciente de que el ruido de los radicales le acompañará durante su mandato.
Ha acusado de Bolsonaro de “incentivar a los fascistas que están en la calle” y de ser “fiel al rito que los fascistas siguen en el mundo, que son parte de una organización de extrema derecha que existe también en Alemania, España, Francia, Estados Unidos, Hungría y hasta en nuestra querida Argentina”.
Pero también ha reconocido que ese movimiento mantiene su fuerza y que no será fácil desmovilizarlo. "Derrotamos a Bolsonaro, pero el bolsonarismo sigue vivo", declaró en un reciente acto.
El misterioso mutismo de Bolsonaro
Bolsonaro, desde que perdió las elecciones, se ha sumido en un misterioso mutismo y no ha dado pistas de sus planes para después del 1 de enero, aunque no ha desalentado en ningún momento a los golpistas ni ha reconocido su derrota públicamente.
Por el contrario, intentó sin éxito, a través del Partido Liberal (PL), que apoyó su frustrada candidatura a la reelección, invalidar los resultados de los comicios con unas infundadas denuncias contra el sistema de votación electrónico usado en Brasil.
El líder ultraderechista no ha hablado del movimiento golpista, pero sí ha recibido a algunos grupos radicales frente a las puertas de la residencia oficial de la Presidencia durante el último mes.
Ha permanecido en silencio, observando a miles de personas que le han exigido invocar a las Fuerzas Armadas, a pesar de que los generales han ignorado hasta ahora esos llamamientos.
Sin embargo, el movimiento golpista ha sido respaldado de forma velada por el PL, que desde el próximo febrero tendrá las primeras minorías en la Cámara de Diputados y en el Senado.
"El personal que protesta a favor de Bolsonaro tiene todo nuestro apoyo. Ese pueblo que está acampando está formado por personas de bien, por familias que respetan la ley", declaró hace dos semanas el presidente del PL, Valdemar Cosa Neto.
"Continúen en la lucha, porque Bolsonaro no los va decepcionar", agregó en un mensaje a los radicales, que fue interpretado como un aviso de que el movimiento golpista no pretende arriar sus banderas en el corto plazo.
Ante eso, el futuro ministro de Justicia de Lula, Flávio Dino, también ha garantizado que el nuevo Gobierno no tolerará actos antidemocráticos.
“Desde el 1 de enero, no habrá omisión ni connivencia con quienes quieren aniquilar el Estado democrático de derecho”, advirtió.