El Palacio de Buckingham tiene muchas dudas que despejar todavía. Con incógnitas sobre prácticamente todo el proceso, desde el traslado del féretro de Balmoral (Escocia) a Londres hasta la fecha del funeral, no ha habido ninguna comunicación oficial sobre la suerte de los perritos de la reina Isabel II.
Ocurra lo que ocurra, será difícil que los animales gocen de una vida tan cuidada como con su fallecida ama.
Chefs de la realeza preparaban con esmero su menú, aunque quizá disfrutaban más rebañando las migas que se le escapaban a la monarca de los bollitos del té de las cinco o devorando las tostadas con mermelada a medio acabar que les ofrecía Isabel durante su desayuno.
Psicólogos caninos los atendían cuando surgían problemas entre ellos y tenían su propio calcetín en Navidad donde recibían sus regalos. Para la reina, sus perros, especialmente los corgis, eran muy especiales.
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Una nueva raza
Tampoco se sabe a ciencia cierta cuántos canes tenía en la actualidad Isabel II, que murió el pasado jueves a los 96 años en su castillo de Balmoral, aunque se cree que son al menos cuatro: dos corgis, Muick y Sandy; un cocker spaniel, Lissy, y Candy, un dorgi (híbrido de perro salchicha y corgi cuya origen se atribuye precisamente a la reina).
“La reina no tenía intención de crear una nueva raza. Veía a los dorgis como una diversión entre ella y su hermana (Margarita), y eran unos perros tan amigables que siguieron haciéndolo”, relata Penny Junor en su libro “All the Queen’s corgis” (2018).
Esta autora explicaba en esa misma obra que dos de las personas más cercanas a la soberana, su modista Angela Kelly y su paje Paul Whybrew, se ocupaban en muchos casos de los animales personalmente.
Sin embargo, la hipótesis más extendida entre los expertos en la casa de los Windsor es que el cuidado de los perros de la reina recaerá en sus hijos, con el príncipe Andrés (de quien se dice que era el hijo favorito de Isabel) como principal candidato a heredar alguno de los canes.
La pasión de la soberana por los corgis se remonta a la tierna edad de los siete años, cuando convenció a su padre que le comprase uno. Por aquel entonces, Jorge, duque de York, no era siquiera el heredero de la Corona y la familia vivía una vida tranquila y acomodada en una casa del centro de Londres.