El esperado debate del miércoles demostró que Le Pen había aprendido las lecciones del anterior que mantuvo con Macron con ocasión de las presidenciales de 2017.
En vez de agresiva e inquieta, transmitió calma y serenidad. Su tono de voz apenas se elevó. Evitó argumentaciones "ad-hóminem", aunque no pudo evitar asumir la radicalidad de varias de sus propuestas, como la prohibición del velo islámico en todos los espacios públicos.
Obsesionada desde hace años con desvincular su apellido del legado de su padre, Jean-Marie, un furibundo político antiinmigración y fundador del Frente Nacional (FN), la candidata ultraderechista se ha esforzado en forjar la imagen de una "madre protectora de la República".
En la campaña de la primera vuelta, los electores la identificaron más como la abanderada de los ciudadanos que no llegan a fin de mes, antes de que como la dirigente antiimigración, euroescéptica y pro-Putin. Con su mensaje social, se clasificó a la final presidencial con el 23 %, casi 5 puntos menos que Macron.
A falta de confirmar si funcionará el eslogan de "Mujer de Estado" para convencer a los electores, sí que le han dado resultado tangibles sus esfuerzos en suavizar su imagen en los últimos años.
Cambió en 2018 el nombre de su partido, del Frente Nacional a Agrupación Nacional; abdicó de su proyecto de abandonar el euro tras la abultada derrota ante Macron en 2017 y se dedicó a hablar de las estrecheces económicas de los franceses de a pie, antes que de los extranjeros. Una apuesta con resultados.
Según las encuestas, los franceses juzgan que la candidata de la Agrupación Nacional "conoce mejor las preocupaciones de los franceses" que Macron.
Con respecto a su histórica seña de identidad, la inmigración, mantiene su radicalidad con la restricción de subsidios a los extranjeros como el del desempleo y el cambio de la Constitución para incluir "la preferencia nacional".
"NO TEMO LAS TRAICIONES"
Le Pen ha sorteado varias trabas en los últimos meses. Las dificultades económicas de su partido -tiene que reembolsar un alto préstamo en un banco ruso- se unieron a la división del campo ultraderechista con la irrupción del tertuliano Éric Zemmour, quien atrajo a importantes figuras como su sobrina, Marion Marechal, nieta de Jean-Marie Le Pen y diputada del Frente Nacional entre 2012-2017.
"Siempre que me he caído, me he levantado (...) No temo ni emboscadas ni traiciones", resumía Le Pen en un acto de campaña.
Otro obstáculo superado fue la guerra de Ucrania. Mientras Zemmour se hundía en los sondeos por sus antiguas declaraciones admirativas hacia el presidente ruso, Vladimir Putin, ella resistió bien, a pesar de que muchos recordasen la foto en la que aquel la recibía, sonriente, en el Kremlin antes de los comicios de 2017.
Para desligarse de la imagen de complacencia con el mandatario ruso, Le Pen respaldó que Francia abriese los brazos a todos lo ucranianos que huían de su país.
Marine Le Pen, la pequeña de las tres hijas de Jean-Marie Le Pen y Pierrette Lalanne, se crió en el oeste de París, en un medio burgués y católico.
Traumatizada por el atentado contra su padre en 1976 -una explosión de la que salieron ilesos ella y su familia-, asegura que entró en política por casualidad.
Tras ejercer la abogacía entre 1992 y 1998, ayudó a que su padre llegase a la segunda vuelta de 2002 -dejando en la cuneta al socialista Lionel Jospin- y enfrentándose a Jacques Chirac. Desde entonces, Le Pen encadenó cargos públicos y tomó las riendas del FN en 2011.
En 2015 expulsó a su propio padre por no retractarse de unas declaraciones que relativizaban las cámaras de gas nazis, aunque años más tarde se reconciliaron. En 2017 se deshizo también de su brazo derecho, Florian Philippot, propulsor del fallido proyecto de abandonar el euro.
Madre de tres hijos y separada, ha recordado en algunos mítines su mala conciencia por no haber estado tanto tiempo con ellos como le hubiese gustado. También ha hecho famoso en las redes su amor por los gatos, con los que se fotografía a menudo intentando mostrar un perfil más entrañable.