Ir al cole en Sudán del Sur, un lujo al alcance de muy pocos niños

El viento arrastra una calima densa en una región rural de Sudán del Sur, un país donde tres de cada cinco niños no van al colegio, y el profesor John Garangdeng debe entornar los ojos antes de señalar el lugar donde imparte clases a sus alumnos: la sombra de un árbol en medio de una llanura arenosa.

La profesora Angelina Arek Dut imparte clase a sus alumnos en una escuela de Aweil, en Sudán del Sur.
La profesora Angelina Arek Dut imparte clase a sus alumnos en una escuela de Aweil, en Sudán del Sur.

“Esta es una escuela pública. Pedimos al Gobierno que costee la construcción de unas aulas. Pero nos contestó que no tenía dinero”, dice Garangdeng a Efe.

Los fondos públicos aún no han llegado a Payam, una aldea del estado de Bahr el Ghazal del Norte (noroeste), donde el maestro y sus compañeros enseñan a más de un centenar de alumnos.

En Sudán del Sur -inmerso en una guerra desde hace cerca de nueve años, a pesar de los acuerdos de paz de 2018-, el reparto de los servicios sociales más básicos, como la sanidad o la educación, depende en buena medida de ayudas de las ONG.

Las batallas de los combatientes leales al presidente sursudanés, Salva Kiir, contra los del exvicepresidente Riek Machar han terminado en gran parte del país, pero el olor a pólvora dejó tras de sí una nación rota, que sigue deslizándose hacia el abismo.

En la actualidad, según el Fondo de la ONU para la Infancia (Unicef), ningún otro país del mundo tiene un porcentaje tan alto de niños sin escolarizar.

“Muchos profesores dejan su trabajo porque el Gobierno nos da un salario de 5.000 libras sursudanesas (unos 11 euros mensuales) -lamenta Garangdeng-. Es tan escaso que, si enfermamos, ni siquiera podemos pagar los servicios de un hospital.

“Y además -añade-, este dinero no llega cada mes. En ocasiones, debemos esperar cuatro o cinco meses”.

A sus 13 años, Abraham Maduok, uno de los mejores alumnos de Garangdeng, se resiste a engrosar la larguísima lista de niños sursudaneses no escolarizados.

En las ropas deshilachadas de Maduok y en sus brazos recubiertos de arena se adivina una vida castigada por la pobreza de esta región sin urbes ni carreteras pavimentadas, donde los rayos del sol se clavan con descaro en chozas de adobe y paja.

El muchacho encara este mundo áspero con una sonrisa traviesa y un sueño que protege con una determinación de hierro: cuando crezca y termine sus estudios, asegura con firmeza, quiere convertirse en un pastor evangélico.

Garangdeng ahora mira a su alumno con una mueca de complicidad: “Estas personas son nuestra gente y mañana serán los próximos líderes -dice-. Por eso seguimos enseñando en esta escuela a pesar de que no tenemos nada”.

ESTUDIOS INTERRUMPIDOS

Las chicas del pueblo natal de Elizabeth Ajok, un puñado de cabañas en Bahr el Ghazal del Norte, no pueden escoger su futuro. Tener sueños de niñas normales o pensar en terminar sus estudios son quimeras porque no existe esa posibilidad: la única escuela de la zona no imparte los dos últimos cursos de educación primaria.

“Entonces, las niñas abandonan el colegio o se casan antes de cumplir 18 años”, comenta Ajok a Efe.

Sin embargo, esta joven consiguió mudarse a Aweil, la capital de Bahr el Ghazal del Norte, donde terminó sus estudios. También empezó a colaborar con un programa de radio para divulgar y defender los derechos de las niñas. Y pensó que debía hacer algo por su prima, Angelina Arek Dut, que aún vivía en su aldea.

“Mi madre y yo pensamos que, si ella venía con nosotras [a Aweil], podría estudiar en alguna escuela cercana”, recuerda Ajok.

Dut tiene 17 años. Está a punto de completar la educación primaria. Habla despacio, acompañando a sus palabras una sonrisa timorata, pero esa timidez desaparece cuando empieza a caminar a la escuela: lo hace erguida, con pasos sólidos, como si su uniforme granate le trasmitiese una seguridad irrompible.

Poco después del amanecer en Aweil, las calles de esta ciudad pequeña, polvorienta, de casas bajas, se llenan de centenares de niños con bidones de plástico que, en vez de ir a una escuela, deben recogen agua.

La interrupción de las clases por la pandemia de covid–19, advierte Unicef, ha empeorado este escenario: el número de niños sursudaneses sin escolarizar ha subido desde 2,2 millones en 2018 a unos 2,8 millones en la actualidad.

Después de nueve meses sin recibir salarios del Gobierno, muchos colegios e institutos impusieron nuevas cuotas de inscripción para sus alumnos, impidiendo que miles de ellos continúen sus estudios (el 82 % de la población de Sudán del Sur intenta sobrevivir con menos de 1,90 dólares diarios, según el Banco Mundial).

Ese es el caso de Marina Aramadan.

Todas las mañanas, esta joven de 19 años esperaba con impaciencia el momento en el que sus maestros anunciaban que era la hora de estudiar historia, su asignatura favorita; porque esos relatos la transportaban a otros lugares, o la ayudaban a comprender los esfuerzos que hicieron sus mayores en la guerra contra Sudán.

Estudiaba mucho porque quería trabajar en una ONG, nomadear por todo el mundo. Pero la subida de las tasas de su instituto -alrededor de 20.000 libras sursudanesas (40 euros) por trimestre- separaron a Aramadan de esa ambición.

Aramadan ahora dedica todo su tiempo a tareas domésticas -barrer su casa, cocinar, recoger agua en la fuente, cuidar a sus hermanos pequeños, vender pastelitos caseros en un mercado-, pero, en ocasiones, aún piensa en esas historias que aprendió en el instituto para, con su memoria, seguir viajando lejos.

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