En el parque conmemorativo de John Garang, la plaza donde miles de sursudaneses festejaron en 2011 por primera vez su independencia, la bandera de Sudán del Sur sigue ondeando con orgullo, pero ahora lo hace rodeada de militares que impiden el paso y prohíben las fotografías.
Yuba es una urbe fundada por personas que vinieron desde lejos -refugiados que crecieron en otros países, campesinos que lucharon en las zonas rurales- para hacerse un futuro.
Después de resistir más de cuatro décadas de guerra con el Gobierno central de Jartum, la independencia de Sudán del Sur era, para ellos, una nueva oportunidad.
Pero esa esperanza estalló por los aires apenas dos años más tarde, cuando los militares leales al presidente sursudanés, Salva Kiir, empezaron a combatir contra los del exvicepresidente Riek Machar, hundiendo al país en una guerra civil.
Esas batallas por el poder continúan en algunas regiones norteñas, a pesar de que ambos bandos acordaron en 2020 construir un Gobierno de coalición.
Además, la disputa del Ejecutivo contra Machar ha encendido otras rencillas antiguas, con políticos, militares e incluso grupos de ciudadanos oportunistas que explotan el caos de la guerra para obtener más armas y luchar por sus intereses.
Sudán del Sur está asomándose a su peor crisis humanitaria, según advierte el Fondo de la ONU para la Infancia (Unicef).
Es una tormenta perfecta que está asfixiando aún más a un Estado incapaz de abastecer ni siquiera los servicios sociales más básicos. A la inseguridad se han sumado varios episodios de sequías e inundaciones devastadoras para la población.
Actualmente, el 66 % de los sursudaneses -alrededor de 8,3 millones de personas- necesita asistencia humanitaria, según datos de la ONU.
“ESTAMOS CANSADOS”
Yuba es, también, la capital de un país rico: sus entrañas esconden una de las reservas de petróleo más grandes de África subsahariana, aunque la mayor parte aún sin explotar.
Este tesoro negro es imprescindible para comprender por qué Sudán del Sur está en guerra.
Con un Estado débil, incapaz de acotar el poder de las élites políticas, deseosas de tener un acceso ilimitado al dinero del petróleo, los recursos naturales aún no han traído prosperidad para el pueblo sursudanés, sino peleas interminables por conseguir o mantener los puestos de mando del Gobierno.
“Estamos cansados -dice a Efe el activista James Sekwat-. Hemos nacido en una guerra, hemos crecido en una guerra, e incluso algunos de nosotros hemos tenido hijos en una guerra. ¿Cuánto tiempo va a durar esta situación?”.
Sekwat pertenece a Anataban, un grupo de artistas sursudaneses de todo tipo, desde raperos a pintores, con un denominador común: su hastío por la violencia.
“Queremos crear un espacio en el que los jóvenes puedan alzar su voz, expresen sus preocupaciones y digan lo que piensan”, añade el activista.
Las peores atrocidades de los últimos años, como masacres o violaciones en masa, se cometieron en nombre del odio étnico.
Esos verdugos decían "debes morir porque eres dinka” o “te violamos porque eres una nuer”. En una guerra impulsada por objetivos egoístas, los poderosos se escudaron en su etnicidad e intentaron alimentar el rencor entre los pueblos para reunir más combatientes.
El discurso de Anataban es totalmente opuesto. Usando el arte, los activistas rechazan esos mensajes divisionistas. E intentan convencer a los jóvenes de que ellos tienen en sus manos el destino de Sudán del Sur, que deben trabajar juntos por un país mejor.
"Las élites políticas han manipulado a las comunidades para que luchen contra otras comunidades", explica a Efe Manesseh Mathiang, uno de los fundadores de Anataban.
"Pero los ciudadanos -continúa- estamos cansados de eso. Ahora, los sursudaneses no estamos dispuestos a ser engañados de nuevo. Los líderes intentan dividir al pueblo con políticas tribales, pero nosotros queremos permanecer unidos".
AUSENCIA DE OPORTUNIDADES
"Hemos tenido muchas dificultades durante la última guerra, que fue peor que las anteriores -dice a Efe Atakir Dut-. Los combatientes quemaban casas. Mataron a muchas personas. También secuestraron a los niños para convertirlos en soldados".
A sus 59 años, Dut mira el mundo desde la sombra de un mango frondoso. Y conversa con la seguridad que le han dado 38 años de experiencia trabajando por la paz.
Este hombre es un "sultán", es decir, los aldeanos de Akanyawit, un pueblo de casas de adobe del estado de Bahr el Ghazal del Norte (noroeste), lo escogieron para que buscase soluciones a las disputas locales, desde una pelea entre ganaderos por un abrevadero a una discusión de dos campesinos por una parcela de terreno.
"Intento solucionar los problemas que surgen en esta zona para que permanezca en paz -explica Dut a Efe-. Pero, ahora, nuestro obstáculo principal es la ausencia de oportunidades para los jóvenes. Normalmente podemos cultivar todos los terrenos que ves a nuestro alrededor. Sin embargo, las inundaciones destrozaron nuestros huertos. Si el Gobierno o una ONG no nos ayuda, no tendremos comida para todos”.
Dut pone un rostro serio cuando habla de las luchas entre etnias.
“Nuestras guerras -zanja- no son tribales. El problema es la pobreza. Si la gente tuviese oportunidades para alimentarse, esas peleas no existirían. Las personas vivirían en paz. Y los políticos no podrían movilizarlas para que luchen por ellos”.