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Pensaba que me iba a detener frente a ese precipicio que es cada Año Nuevo, con mi lista de propósitos en la mano. Lograría una plaza fija como profesora, dominaría el idioma ruso y visitaría la estatua más grande de Paul Bunyan y su majestuoso buey azul, Babe, en Bemidji, Minnesota. Mi familia puede testificar que poseo este determinismo pragmático. Mi abuelo Gerald Bowler vivió en un pequeño pueblo en el oeste de Canadá cerca de la intersección entre Bowler Place y la avenida Bowler. Según la tradición oral familiar, mi abuelo fijó su mirada en un campo vacío durante un largo tiempo y la subdivisión simplemente se materializó.
No obstante, después de que a los 35 años me diagnosticaron cáncer etapa cuatro, el tiempo dejó de apuntar hacia el futuro. Se había convertido en un bucle: comenzar el tratamiento, manejar los efectos secundarios, recuperarme, comenzar el tratamiento. Vivía en tiempo presente.
Incluso las estaciones comenzaron a desvanecerse. En la primavera solía dedicarme a calificar artículos cerca de los estanques de patos en la Universidad de Duke, y el verano era un largo viaje en auto a Canada donde debatía los méritos del curling. ¿Es un deporte? ¿No es solo un pasatiempo? El otoño era consumido por la preparación de conferencias para estudiantes y la personalización de los disfraces de Halloween que podrían ajustar la talla sobre trajes para nieve, y el invierno comenzaba con el primer reno inflable que aterrorizaba el patio. El futuro había sido tan real para mí como el presente o el pasado.
La teología cristiana tiene categorías abundantes para el futuro, sobre el reino de Dios poniendo de cabeza al mundo, pero yo escuchaba poco sobre esas ideas. En cambio, mis correligionarios me aseguraban que la interrupción de mi vida terminaría en el cielo. ¡Satisfacción garantizada! Su versión de la esperanza se trataba de posponerlo todo hacia un tiempo y lugar cósmico en el que Dios corregiría todos los errores. Sin embargo, conforme me enfermaba, la palabra “esperanza” se convertía más en un término que señalaba aquello que no podía ni imaginar: un esposo y un bebé abandonados, un fin sin un final.
Tenía la confianza de que la esperanza tenía sus usos, pero comencé a pensar sobre la esperanza como un tipo de arsénico que necesitaba ser administrado cuidadosamente. En lo que a mí respecta, envenenaba el trabajo sagrado de vivir en el presente: tomar mis medicamentos, preguntar sobre el terrible novio de una amiga y contar las pestañas de mi hijo mientras dormía en mis brazos. Quería estar viva hasta que no lo estuviera.
Intenté explicarle esto a mi amigo Warren, un estimado reverendo-doctor que viste su alzacuello incluso los martes. Yo doy clases en una escuela de Teología que forma a pastores, así que estas son las conversaciones que tenemos en los pasillos, y le dije que me había rendido sobre el futuro.
Después de una larga pausa, preguntó: “¿Estarías de acuerdo en que la felicidad verdadera es disfrutar el presente sin una dependencia ansiosa sobre el futuro?”.
“Realmente tengo la esperanza de que me dirás que Jesús dijo eso”, le respondí. “Es una trampa, ¿verdad?”.
“Lo dijo Lucio Séneca, el antiguo filósofo del estoicismo”, me dijo riendo. “Mira, se requiere de un gran valor para vivir como si cada día contara. Esa era una idea fundamental del estoicismo. Sin embargo, nosotros los cristianos somos personas que debemos vivir hacia el futuro”. Pero no tenía idea sobre a qué se refería. El futuro era un precipicio.
Como me preocupaba que no tendría un futuro, intenté vivir sin uno. Me sembré en mi realidad con sus agujas y conteos de glóbulos blancos, cambios de pañales y compra de víveres. Sin embargo, incluso cuando decidí mantenerme en el presente, el futuro seguía interrumpiendo. Batallaba para encontrarle a mi hijo, Zach, un pañalero más grande y al descubrir que la Navidad ahora se había convertido en la temporada de “Por favor, no jales eso del árbol”. Terminé el libro que nunca pensé que vería publicado, y llevé en auto a mi padre de 70 años a la recreación del arca de Noé en Kentucky simplemente para que se distrajera. Los cielos giraron y las estaciones cambiaron conforme nos arrastramos más allá del momento eterno.
Los estoicos consideraron el tiempo como cíclico, una eterna recurrencia del movimiento desde el fuego a través de la creación de los elementos y de nuevo al fuego; la Ilustración consideró el tiempo como la arena del progreso, un movimiento moral hacia la mejoría y la perfectibilidad. Gran parte de la teología cristiana se apoya en la imagen de Dios como la realidad última más allá del tiempo y del espacio, el creador del pasado, presente y futuro donde todo existe simultáneamente en la mente divina. Sin embargo, ¿dónde queda la creyente desconcertada que no puede ver el futuro y cuya linterna arroja luz solo hacia atrás, hacia el camino que ya ha tomado?
Al aproximarse el nuevo año, me puse a reflexionar sobre cómo podría renovar la esperanza para un futuro que ya no puedo ver. Así que busqué inspiración en planeadores diarios muy usados y las listas de pendientes, solo para descubrir una montaña de tarjetas que desde hace tiempo tenía la intención de enviar por correo. Gracias por volverme a familiarizar con la cacerola de atún. Gracias por invitar a Zach a construir un laberinto con cajas. Sí, mi perro a menudo lame la televisión y muchas gracias por aceptarlo. Había fotografías que amigos habían colgado en mi cama de nuestra última (sorpresivamente violenta) ronda de juegos de mesa menonitas y de mi intento fallido de llevar un violonchelo para cantar villancicos. Alguien enmarcó una fotografía de Zach, sonriendo en mi regazo, con los fluidos de la quimioterapia escondidos por una serie de elaborados títeres hechos con calcetines que habíamos hecho.
El terrible regalo de una terrible enfermedad es que me ha enseñado más a vivir en el momento. Sin embargo, cuando observo estos objetos que me recuerdan momentos, me doy cuenta que aprendo más que solo a aprovechar el día. Al perder mi futuro, lo mundano comienza a relucir. Las cosas que amo —las cosas que debería amar— se vuelven más claras, más brillantes. Esto es trascendencia, el pasado y el futuro experimentados juntos en momentos en los que puedo ver un destello de eternidad.
Así que, en vez de propósitos de Año Nuevo, para 2019 hice una lista de experiencias que ya me sucedieron. Se trata de un registro que no de es autodominio, sino de sorpresa genuina: 1) Mi enfermera de oncología se convirtió en una querida amiga. 2) Incluso en el hospital sentí el amor de Dios. 3) Zach cree que nunca me canso. Estos son mis pequeños milagros esparcidos como migajas de pan, el camino hacia delante que también me recuerda la senda que dejé atrás.