Actualmente, todo el mundo está de acuerdo en acercar la naturaleza a la ciudad, donde se genera el 70% de los gases de efecto invernadero, las olas de calor se multiplican desde Moscú a Vancouver y las alertas de contaminación se repiten desde París a Nueva Delhi.
Independientemente del ritmo de la reducción de las emisiones de gases, el impacto devastador del calentamiento en la naturaleza y los seres vivos se va a acelerar y hacerse dolorosamente palpable mucho antes de 2050, según un proyecto de informe de los expertos del clima de la ONU del IPCC.
En un impulso mundial, urbanistas, arquitectos y paisajistas, empujados por una ciudadanía en busca de bienestar y por políticos en busca de votos, multiplican los proyectos, desde simples maceteros con flores en las aceras a jardines verticales o huertos en las azoteas.
El crecimiento de la vegetación en las ciudades es una idea bastante nueva, subrayan los expertos. El modelo urbano empezó a cambiar a finales de los años 1990 en la época del desarrollo sostenible, alejándose de la urbanización masiva de los años de posguerra y de los barrios de viviendas funcionales, zonas comerciales, guetos urbanos y vehículos omnipresentes.
Se desarrolló a principios del siglo XXI, coincidiendo con el calentamiento climático, al ritmo de informes alarmantes del IPCC. “Hasta 2010 teníamos ciudades minerales. Después, se empezó a contemplar el lugar de la naturaleza de otra forma, la noción medioambiental fue integrada en los proyectos urbanos”, recuerda la urbanista Cedissia About, profesora-investigadora del laboratorio Lab’Urba de Marne-la-Vallée cerca de París.
El nuevo modelo empieza a dar resultados. Gracias a los jardines verticales y los huertos en las azoteas, la temperatura en los denominados “cañones urbanos” (calles flanqueadas por altos edificios) de nueve ciudades del mundo puede disminuir entre 3,6 y 11,3 OC en los picos de calor durante los meses más cálidos, según el informe “Naturaleza en la ciudad” de la Agencia francesa de Transición Ecológica.
Corredores verdes en Medellín
Las calles de Medellín carecían de vegetación y estaban abrumadas por el calor y abandonadas a los desechos o a los drogadictos. La alcaldía de la ciudad colombiana transformó 18 calles y 12 vías fluviales en 30 “corredores verdes” con árboles y flores, “conectados” en red a los espacios verdes ya existentes, parques públicos o jardines privados.
Una continuidad verde que permitió la segunda urbe de Colombia bajar la temperatura en 2 ºC, ayudar a purificar el aire, lograr la vuelta de abejas y pájaros, implicar a los ciudadanos y crear empleos de jardineros, según un video de la alcaldía sobre esta idea lanzada en 2016.
El proyecto ha recibido múltiples premios -en 2019 obtuvo el Aschden Award y el C40 Cities Bloomberg Philanthropies Award - por haber “mejorado la biodiversidad”, “reducido el calor” y “contribuido al bienestar de los ciudadanos”, según el portal C40Cities.
“Es uno de los mejores ejemplos, impulsado por una política que aumenta la biodiversidad con una dimensión social”, comenta Philippe Simay.
“Es mejor cuando se piensa a gran escala en términos de continuidad ecológica. Tiene un verdadero impacto”, confirma Claire Doussard. “Hubo una verdadera reflexión a escala de la ciudad sobre los espacios elegidos, la habitabilidad y las limitaciones”.
¿Pero todos los proyectos son equiparables? “Para que un proyecto sea virtuoso, debe responder a un máximo de funciones”, como hacer bajar la temperatura varios grados, preservar la diversidad, mejorar el bienestar de la población, sensibilizar..., dice Jan Hacientes, coautor del libro “Eco-urbanismo”.
También debe “responder al deseo del público, ser pensado en función del entorno, adaptado al contexto social, ofrecer una proximidad” a los vecinos, prosigue el eco-urbanista. Y adoptar algunas modalidades, pide el filósofo urbanista Filipense Sima, autor del libro “Habite le monde” (Vivir en el mundo).
“¿'High tech’ que permite mucho pero cuyos materiales y mano de obra son caros, o ‘low tech’” más simple pero más robusta? “¿Con lo existente o con lo nuevo que supone construir con materiales procedentes de la petroquímica, acero, aluminio, cemento, muy destructivos para el ecosistema?”. “¿Para provecho del ser humano o de todos los seres vivos?”.
En un momento en el que la necesidad una mayor presencia de la naturaleza aumentó con los confinamientos vinculados con la pandemia, los fotógrafos y videastas de la AFP recorrieron una decena de lugares con vegetación emblemáticos en el mundo, de Nueva York a Singapur, pasando por Basilea y Medellín, Chengdu en China o Copenhague.
Jardín futurista en Singapur
Árboles gigantes de cemento con vegetación, jardín onírico y montaña bajo invernadero: los “Jardines de la Bahía” son el emblema de Singapur, la atracción de la ciudad-Estado cerca del nuevo barrio financiero.
Sus impresionantes 18 “Super Árboles”, recubiertos de frondosa vegetación, llegan a medir entre 25 y 50 metros de altura y tienen paneles solares en lo alto que los alumbran en la noche, y le dan el aspecto de platillos voladores.
Bajo sus inmensos invernaderos construidos con acero y vidrio, la “Cúpula de flores” alberga un jardín botánico colorido de decenas de miles de especies de plantas raras de los cinco continentes, y el “Bosque nuboso” tiene una montaña artificial con cascada y plantas que crecen habitualmente a 2.000 metros de altura.
Lanzado en 2006 con la idea de “crear una ciudad en un jardín” y “divertir educando” según la página oficial, el lugar abierto en 2011 en 101 hectáreas ganó al año siguiente el premio “World Building of the Year”.
Pero en términos de interés medioambiental, los expertos dudan. “¿Por qué hacer árboles de cemento cuando se pueden tener reales?”, se pregunta Philippe Simay que resalta los costes de la construcción y del mantenimiento. “Son superobjetos (...) sin interés ecológico, una disneylización de la naturaleza”.
“Un golpe publicitario”, dice Claire Doussard, profesora de planificación del territorio e investigadora asociada del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) de Francia. “Se ha demostrado un saber hacer técnico que contribuye al esplendor de Singapur” pero, asegura, esto contribuye también a la “sensibilización del público” que viene a visitar en masa esa naturaleza amenazada por el cambio climático.
Huertos en los techos de Nueva York
En medio de los edificios, de las altas chimeneas, de una carretera de cuatro carriles más abajo y de la estatua de la Libertad a lo lejos, se cultivan rábanos, puerros o lechugas sobre un terreno de más de 14.000 m2.
Estamos en uno de los mayores huertos del mundo en una azotea, en el noveno piso de un edificio de Sunset Park en Nueva York, en la Brooklyn Grange. Aquí se cultiva, se vende, se compra, se visita y se ayuda a los ciudadanos a “reencontrarse con la naturaleza”.
Con ello, se reduce el calor, se mejora la calidad del aire, se enriquece la biodiversidad -se pueden ver pajaritos picotear los granos y aves de presa como halcones de cola roja-, explican los fundadores de este proyecto pionero.
Lanzado hace una década, cubre actualmente tres grandes techos neoyorquinos de una superficie total de más de 22.000 m2 donde se cultivan más de 45 toneladas de productos orgánicos por año.
Un grupo de amigos tuvo la idea. “Queríamos realmente crear una explotación que fuera como las otras explotaciones de la región: una pequeña explotación ecológica y rentable. La única diferencia es que estamos en la ciudad y sobre los tejados”, cuenta la cofundadora Gwen Schantz.
Cultivar en azotea no se hace de cualquier manera. “Hay un límite de peso sobre los techos como éste. Por eso solo hay 30 centímetros de tierra de profundidad, lo que permite que se puedan cultivar un montón de verduras pero implica regar el suelo de manera más frecuente porque se seca muy rápido”, explica Schantz.
En general, el aspecto logístico es pesado para este tipo de cultivo, cuenta Claire Doussard, directora de la publicación del libro “(Re)penser la ville au 21e siècle” (Re)pensar la ciudad en el siglo XXI). Hay que aislar, subir la tierra, el agua, bajar la verdura... “Estas explotaciones deben ser rentables ya que hay muchas limitaciones”, recuerda.
Pero en una ciudad muy mineral, “se ha podido comprobar que esto lucha eficazmente contra los islotes de calor”, recuerda Philippe Simay. “Y en las ciudades que son grandes estómagos donde se consume sin producir, el objetivo productivo es interesante.”
Bosque vertical en Milán
Se trata de dos hectáreas de bosques en altura, 20.000 plantas y árboles repartidos en dos edificios en el centro del barrio milanés de Porta Nuova. Le llaman el “Bosco Verticale” (Bosque vertical).
Alerces, cerezos, manzanos, olivos, hayas... En cada balcón crecen decenas de plantas o árboles, elegidos y colocados en función de su resistencia al viento y sus preferencias en materia de luz o humedad.
Este proyecto “nació de mi obsesión por los árboles” y de una reflexión sobre “la forma en la que pueden convertirse en un componente esencial de la arquitectura”, explicaba en 2017 su arquitecto Stefano Boeri. La idea era también construir un edificio que pudiese, “además de recibir la vida, contribuir a reducir la población de la ciudad”.
Terminado en 2014, el “Bosco” recibió en 2015 el título del inmueble más bello y más innovador del mundo por parte del Council on Tall Buildings and Urban Habitat (Consejo de Edificios Altos y Hábitat Urbano), con sede en Chicago, Estados Unidos.
Pero se lo califica también de ostentoso, con apartamentos que pueden valen 17.500 dólares (15.000 euros) el metro cuadrado, “complicado” y “poco virtuoso”.
“Es una proeza técnica incuestionable con una función ecosistémica, una gran diversidad de árboles, plantas, insectos”, dice Philippe Simay. “Salvo que para sostener todo eso es necesario cemento y acero, con una implementación muy costosa -traer árboles, colocarlos con grúas-, un consumo de energía” importante, puntualizó.