El presentador LL Cool J no mintió cuando dejó entender que Kendrick Lamar, que encabezaba los premios con cinco Grammy ganados, iba a ofrecer un espectáculo que desataría polémica.
Lamar entró a un escenario decorado como una cárcel, encadenado y con las manos esposadas y un ojo amoratado, entonando The Blacker the Berry, con un ritmo más rockero que la versión de su disco.
Rodeado de bailarines que rompieron sus cadenas para iniciar una coreografía frenética con referencias a la rebelión y a la muerte. Luces ultravioletas destacaban esqueletos blancos sobre su ropa.
Luego prosiguió con Alright, un tema que evoca la violencia policial contra los negros y que se transformó en un himno no oficial del movimiento contestatario Black Lives Matter (Las vidas de los negros importan) .
El rapero de 28 años, originario de Compton, suburbio de Los Ángeles, cantó esta vez en medio de un conjunto coreográfico de danza africana, delante de un gigantesco brasero.
Su actuación, por lejos la mejor de la noche, concluyó con la palabra Compton superpuestas sobre el mapa de África.