“Tengo los años que tengo y me siento cómoda haciendo lo que hago”, aseguraba la artista hace cinco años en una charla con Efe en la que consideraba positiva su edad y la experiencia que esta le ha proporcionado. “Lo único difícil”, añadía, es hablar constantemente de ese tema con los periodistas, una actitud en la que percibe “prejuicios” y cierto machismo.
Fue en 1987 cuando Kylie Ann Minogue (Melbourne, 1968) saltó de la pequeña pantalla, de la mítica serie Neighbours, a las listas de ventas musicales de su país con el colorido y saltarín The Loco-motion, que permaneció siete semanas en el número 1. Lo que podría haber sido una aventura efímera cobró nuevos bríos cuando un año después publicó su primer álbum, Kylie (1988), cargado de melodías “bubblegum” como la de I should be so lucky, y extrapoló su éxito a Reino Unido y, de allí, al resto de Europa.
Emparejada entre 1989 y 1991 con una de las figuras malditas del rock, Michael Hutchance (INXS), pronto dio muestras de que aquella joven menuda, de escaso metro y medio de altura, ojos azules y aspecto angelical, no era una muñeca de la industria del pop más predecible. Una vez que tomó las riendas de su carrera dejó joyas como el atmosférico Confide in me, de 1994, pauta del pop noventero, o Where the wild roses grow, balada en la que acercó posturas musicales con el mismísimo Nick Cave, su amigo declarado.
Cada vez que parecía incurrir en un lapso demasiado largo de medianías musicales, sorprendía con otro golpe de mano. Lo hizo con Light years (2000), que revitalizó y estilizó la música disco gracias a canciones como On a night like this o Spinning around. El pulso electrónico que mostró allí alcanzó su clímax en el que está considerado su mejor álbum, Fever (2001) , que es también el de mayor éxito comercial (10 millones de copias) con sencillos como In your eyes, Love at first sight o Can't get you out of my head, probablemente la canción más contagiosa del año. Pop con buen gusto que también marcó el patrón estético con sus videoclips.
En las entregas inmediatas, Minogue siguió mostrando atisbos de osadía, como en Slow, tema preñado de techno minimalista que estuvo nominado al Grammy en la categoría de “mejor grabación dance”, o en In my arms, del disco X (2008), su primer trabajo tras recuperarse de un cáncer de mama para el que requirió someterse a una mastectomía parcial, quimioterapia y radioterapia.
La posición como visionaria de la música pop de la que había gozado a lo largo de la primera década del siglo XXI empezó a perder comba tras Aphrodite (2010), que incluía All the lovers y Get Outta My Way, probablemente sus últimos grandes éxitos globales.
Intentando evitar la repetición de esquemas, Minogue rompió profesionalmente después de 25 años de alegrías con su hasta entonces representante, Terry Blamey, y en 2014 publicó Kiss me once. Contaba con todos los ingredientes para enganchar de nuevo el favor del público: Sia, Pharrel Williams, Enrique Iglesias... Pero no funcionó como se esperaba.
Tampoco lo ha hecho su último álbum de estudio, Golden, publicado el pasado mes de abril, en el que probó a combinar música de baile con “country”.
“Si bien los cambios estéticos han sido cruciales en su carrera, por primera vez el escaparate distrae de un álbum defectuoso pero profundamente admirable”, diagnosticó The Guardian. Era quizás un intento de encontrar un espacio estable dentro del pop, conciliando madurez y genialidad, después de tres décadas al frente de un territorio asediado por los embates de otras jóvenes estrellas, ya no solo de la música, sino del “show bussiness” más inefable.
De hecho, uno de los episodios más kafkianos de su biografía reciente tiene que ver con la lucha que hubo de librar en los juzgados con Kylie Jenner para impedir que la más joven del clan Kardashian patentara su nombre de pila común, 30 años después del lanzamiento de Kylie (1988). Huelga decir que ganó, porque Kylie no hay más que una.