Ella Jane Fitzgerald falleció hace 20 años en su casa de Beverly Hills, tras perder la batalla contra la diabetes que desde hacía años había intentado acallarla. Los más de 40 millones de álbumes vendidos de su obra hasta la fecha demuestran, sin embargo, que los amantes de la música siguen escuchándola.
Entre otros homenajes, el Lincoln Center en la Gran Manzana ofrecerá un concierto especial con motivo además de la competición Essentially Ellington High School Jazz Band Competition. Cuando se cumplieron diez años de su desaparición su herencia musical fue reconocida con la incorporación al “Hall of Fame” o cuadro de la gloria del Teatro Apollo de Nueva York, donde Fitzgerald comenzó su carrera hace más de 80 años.
Su voz era clara y de dicción perfecta, capaz de alternar entre las notas más bajas y las más agudas en be-bop o en baladas. Cantaba sistemáticamente con una nota de alegría, algo que algunos le criticaron al considerar que representaba falta de esfuerzo. Una cualidad paradójica para esta nativa del estado de Virginia, que creció en la pobreza y luchó con su música para sobrevivir como una cantante negra en un mundo de blancos.
Fitzgerald también luchó contra su timidez, la que se apoderó de ella cuando a los 16 años participó como bailarina en el concurso del Teatro Apollo e, incapaz de dar un paso, salió del apuro cantando Judy al estilo de su ídolo: Connee Boswell.
Había nacido una estrella y sus 200 álbumes y más de 2.000 canciones solo reafirmaron su título como la primera dama de la canción, un honor confirmado por sus 13 premios Grammy.
La cantante también tuvo que superar las dudas de su primer mentor, Chick Webb, quien a regañadientes incluyó a la joven de 17 años y escasa experiencia en su orquesta. El éxito del tema A-Tisket, A-Tasket (1938), convertido desde entonces en uno de los más populares de su orquesta y de Fitzgerald, le convenció de que había hecho lo correcto.
Ya en solitario, Ella cantó con los mejores, desde Duke Ellington o Count Basie hasta Nat King Cole, Frank Sinatra o Benny Goodman. Fue Dizzy Gillespie quien la animó a improvisar y a adoptar el be-bop como otro de sus estilos, por el que se haría más conocida.
Quincy Jones dijo que Fitzgerald fue no solo la mayor influencia de su carrera, sino la de toda la música estadounidense, una de las grandes voces innovadoras del jazz. Y aún así, todos los que conocieron a esta figura honrada con dos de las mayores condecoraciones presidenciales a un civil recuerdan la sencillez y timidez de su persona.
“No digo nada para no meter la pata. Creo que se me da mejor cuando canto”, solía decir ruborizada con tanto agasajo.
Reconocida especialmente por su comunidad, Fitzgerald fue la trigésima personalidad afroamericana a la que se dedica un sello postal en Estados Unidos, un honor hasta ahora reservado a líderes como Malcolm X y Martin Luther King.
Con 2.000 canciones grabadas, trece premios “Grammy” y, entre otros galardones, la Medalla Nacional de las Artes -máximo reconocimiento cultural que concede el Gobierno de EE.UU. y que recibió en 1987 del presidente Ronald Reagan-, no hay muchos artistas estadounidense, vivos ni muertos, con su trayectoria.
Fitzgerald también luchó muchos años con un enemigo más mortal que su timidez: una salud frágil.
Durante su última década de vida, Fitzgerald sufrió varias operaciones de corazón y la diabetes la consumió, primero la vista, luego su movilidad, al confinarla a una silla de ruedas tras la amputación de ambas piernas, y hasta su voz, silenciada finalmente ahora hace veinte años.
Sin embargo, álbumes como 75 Birthday Celebration, The Complete Ella Fitzgerald Song Books, Ella in London o The Complete Ella in Berlin, entre otros, devuelven todavía el talento vocal de esta gran dama que en sus últimos años de vida disfrutó con “el sonido del aire, de los pájaros” y de la risa de su nieta Alice.