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Su profesión o cualquiera de sus múltiples actividades podrían encasillar totalmente el perfil de este señor: médico, compositor o poeta, pues ha sido a lo largo de su vida, una persona dotada de extraordinarias virtudes cívicas y morales. Paraguayo auténtico: solidario y fraterno como pocos. Ser humano excepcional.
Carlos Federico Abente Bogado fue hijo del ingeniero Isidro Abente y Lago y nieto del poeta español Victorino Abente y Lago. Y también nieto del coronel polaco Luis Leopoldo Myskowski, uno de los pocos muertos del ejército nacional, durante la batalla de Curupayty.
Pero Carlos Federico fue más que todo, y más que nada, hijo de la señora Deolinda Bogado Arce, oriunda de Aregua; su madre, la que le cuidó y crió como si fuera el ejercicio de un apostolado, “la misión de su vida”. Aunque nació en 1915, fue inscripto como nacido en el 14, para que pudiera ingresar a la escuela con la edad que exigían entonces.
Hoy... don Carlos Federico Abente está frisando el siglo de vida.
Diez años atrás, cuando se planteó la posibilidad de editar la tercera parte de “Historias Secretas del Paraguay”, proyecto frustrado entonces, tuve la feliz oportunidad de conversar con el Sr. Abente. La charla se realizó en la casa que habitaba de cuando venía al Paraguay, sobre la calle Juan de Salazar y Washington. Estuvo también presente durante la misma la señora Eva García Parodi de Abente, su esposa. Empezamos la conversación hablando de su abuelo, el poeta Abente y Lago, autor de la famosa “La sibila paraguaya”.
–...Concretó su matrimonio con Isabel Myzkowski, hija del coronel polaco...
–Hay una rama de los Myzkowski que se casa con Gustavo Crovato. Una de las hermanas de Isabel. Porque eran seis hermanas y un varón. El varón era Leopoldo Myzkowski, que cuando nací yo era un rubiecito casi pelirrojo y conocía a muchos de la familia de mamá. Myzkowski vivía en Limpio, entonces era el tío de mis padres. No podía tener hijos, no tuvo descendientes, y para perpetuar el apellido quería reconocerme a mí. Le dijo a Isidro que quería reconocerme a ver si lo permitía. Pero parece que mi padre no quiso. Por eso yo fui el único reconocido inmediatamente al nacer.
–Cosa no muy habitual en esa época...
–Parece que mi padre me quiso sacarle a mi madre para que me criara mi abuela y dejarle libre a mi mamá.
–¿Isidro estaba casado?
–¡Noo!... Nunca se casó. Entonces, me reconoció, y después, como me quiso sacar, en esa época todo se podía hacer políticamente, entonces mi madre (sería entre el año 18 al 20) me sacó de ahí y me llevó a Formosa. Yo me crié en Formosa, entre Alberdi y Formosa, porque la Escuela Primaria la hice en Formosa.
–¿Su papá no se enteró dónde usted estaba?
–Se enteró, pero ya no tenía el poder de sacarme. Fue un gesto de amor, quizás, pero también está el amor a mi madre, que después lo confirmé yo, porque vine a conocer a mi padre cuando terminé el sexto grado, cuando tenía diez, once años. Vine a Jukyry a conocer a mi padre y a pedirle ayuda para seguir estudiando, porque había terminado la escuela. Fui el mejor alumno en aplicación, pero tenía conducta mala, porque yo peleaba siempre... Pero no era por malo. Resulta que yo era rubiecito, casi pelirrojo, y mis compañeros eran morochitos más bien. Era un chico muy inquieto, preguntón. Me pusieron de mote Tahýi tarová, esa hormiguita... Y eso me irritaba. ¡Cosas de niños! Ahora me río a carcajadas. Como me llamaban Tahýi tarova, entonces yo estaba listo. Peleaba en el recreo, peleaba a la salida. Ya teníamos jurado pelear a la salida... Yo vivía con los ojos en compota y los labios todos rotos, y después de la pelea, a la salida, peleaba con uno y otro, y llegaba a mi casa –¡pobre mi madre!...; en esa época yo era el pibe de los mandados–... y llegaba a casa con el guardapolvos roto y todo ensangrentado... ¡y oootra paliza! Al día siguiente, de nuevo... Me decían Tahýi tarova, y sabían que yo iba a reaccionar. Era una tensión permanente.
Al final de todas las cosas, mis compañeros se dieron cuenta de que yo era noble, y terminé siendo el mejor amigo, el mejor compañero. Terminé mi primaria siendo el mejor compañero. De ahí fue que yo vine a conocer a mi papá.
–¿Vino en barco?
–Por barco, por esos barquitos de la carrera.
–¿Cómo llegó a Jukyry?
–De acá (Asunción) por tren me fui a Areguá, donde tenía a todos mis parientes. Yo soy aregüeño, descendiente de Bogado, Arce, Rojas, Villamayor... Todos esos son parientes míos, ¿no? Entonces, fui a casa de mis tíos Víctor y Juan Bogado, de Areguá. De allí, caminando, me fui a Jukyry, a la casa de mi padre, a pedirle para seguir estudiando.
–¿Descalzo?
–En es época uno andaba descalzo si llovía y en la calle había agua... Yo estaba acostumbrado a andar descalzo y la alpargata en esa época me ponía nada más que para ir a la escuela. En Formosa, me acuerdo que mi casa está afuera, y llegábamos a la parte central, que era muy reducida, y me lavaba los pies en la zanja, me secaba los pies con typychahû y me ponía las alpargatas y el guardapolvo, tomaba los libritos y me iba al colegio.
Pero volviendo al episodio con mi papá: me recibió en el corredor de la casa. En eso pasaba Marcelo, que era mi hermano... Habrá tenido unos cuatro o cinco años. Lo llama y le dice: “¡Vení!, te voy a presentar a tu hermano; este es tu hermano”. Le abrazo, y entonces le dije: “Papá, yo vengo por esto”. “¡Cómo no, mi hijo! ¡Eso me alegra, que seas así... Te venís conmigo, acá tenés casa, comida, nada te va a faltar”. Y yo le digo: “Perooo, yo no le quiero dejar a mi mamá; ella me crió y no la quiero dejar”. Él me dice, entonces, que le voy a dejar solamente por estas circunstancias. “No, quiero seguir estudiando en la Argentina, yo quiero seguir allá”. “Aaah, muy bien; si esa es tu decisión y tu gusto, ¡muy bien! Te felicito, y que te vaya muy bien”. Y me dio una palmada en el hombro. Salí yo de allí compungido y con una pena bárbara como si yo hubiese cometido un crimen. Con una rebeldía bárbara. Volví a Formosa. Allí yo hacía de mandadero en la tienda de los Bibolini, una tienda grande, una de las más grandes. Yo barría, regaba en la calle, porque había mucho polvo. Entonces, me fui llorando a mamá. Mi mamá me dice: “Vamos a esperar mi hijo. De alguna forma nos arreglaremos más adelante”. Y voy a la tienda a trabajar. Un señor que era entrerriano y tenía la señora que era maestra, hablaba del internado “La Fraternidad” de Concepción del Uruguay, de Entre Ríos. Entonces, rápidamente, escribieron cartas, y después... Bueno. Este es un secreto que...
***
Don Carlos interrumpe el relato y, de pronto, todo su cuerpo se sacude en un llanto. Me levanto y le pongo una mano en el hombro, conmovido ante la escena. Su esposa le consuela con palabras dulces: “Vos no tenías la culpa”... No tenía en ese momento ninguna idea de los motivos por los que lloraba este buen hombre.
Finalmente, repuesto y más tranquilo, me explica:
–Bueno...; yo soy paraguayo de alma. Resulta que para ingresar allí, para tener una beca, tenía que ser argentino, porque en aquella época se podían hacer esas cosas. Entonces, me hicieron una cédula donde yo figuro como argentino, y con eso pude ingresar allá y completar mis estudios. Cuando terminé un bachiller brillante, yo fui medalla de oro... En fin, yo le recriminé a mi madre porque hizo eso. Tenía que decirlo porque yo me quedaba...
Usted es el único que sabe eso ahora –me confiesa–... De verdad. Entonces –continúa–, yo no quería negar todas estas cosas; yo era o no era. Se planteó ese problema. No podía negar mi origen, de dónde soy. Entonces, él era mi apoderado (el señor de Entre Ríos). Solventaron las cosas, hicieron toda la gestión. Figuré como que era paraguayo hasta ese momento, por mi partida de nacimiento, pero que en ese momento yo optaba por la ciudadanía argentina. Y así seguí hasta la facultad.
–¿Su madre se quedó en Formosa?
–Vine a ver a mi mamá dos veces. En las vacaciones me quedaba en Concepción de Uruguay, trabajaba en las cosechadoras y me juntaba unos pesitos para ir a Buenos Aires. Mi madre me había inculcado que yo tenía que ser médico, y yo no dudaba de eso. Yo tenía que ser médico o no ser nada. Eso me fortaleció y me dio una entereza de esas que... Así fue como llegué a Buenos Aires y fui vendedor de diarios, portero... De todo; hasta chofer.
–¿Se relacionaba con la gente del Abasto?
–¡Sííí! Resulta que nosotros éramos, con mis compañeros, vendedores de diarios y cincuenta mil cosas. Pero, al final, yo hacía poco porque me suplían mucho mis compañeros. Porque yo les escribía la carta para la novia, para la madre... Esas cosas que, en realidad, eran una felicidad. Mientras, los muchachos me decían: “No, el paraguayo tiene que estudiar; que se quede; yo lo voy a hacer de tal hora!”, “yo lo voy a hacer de tal otra hora!”. Me hacían todo y me dejaban a mí en un rincón estudiando. Para comer, ¿sabe cómo hacíamos? Los muchachos y cuando yo podía, yo también lo hacía, le abríamos el coche a la gente... y cinco, seis centavos era mucha plata. Iban a la feria y robaban una papa, una batata, un repollo, y así... llegaban al final y tenían una serie de cosas, pero les faltaba carne, y para comprar la carne servían esos centavos. Eran diez centavos el kilo de puchero, más todo lo que habían robado, un puñado de sal, la lata de querosén que de un lado se agujereaba, lo partieron por la mitad, y del lado agujereado hacía de brasero; le cruzaban unos alambres y del lado entero era la olla, y allí metían todas las cosas, un puñado de sal si teníamos, arroz... Eso comíamos. Al Abasto íbamos, y todas las bananas que se caían nos daban por cinco o seis centavos; y eso era el postre.
Mi cama estaba colgada del techo. Vivíamos al lado de una caballeriza. En esa época, todo se hacía con caballos, los repartos... Yo salía a hacer repartos, y mi cama era esa cama turca, colgada con cuatro cadenas viejas de la viga del techo. Ahí estudiaba, y ellos, abajo, ellos jugando dados. ¡Era la vida que podíamos tener!
–¿Tenían ya luz eléctrica?
–¡Sííí!, había luz eléctrica. En Formosa no había luz eléctrica. Yo en la piecita que tenía arriba leía con velas, y los muchachos de afuera sabían que era yo, y me silbaban...
Interviene la esposa de don Carlos: “Se reían de él, le decían ‘este Carlos que otra vez está leyendo’. Libro, papel, diario que encontraba, leía”.
–¿Usted siempre fue Carlos, o le llamaban de otra manera?
–Federico... ¡Qué cosa notable! Todos mis parientes por parte de mi madre hasta hoy en día me conocen por Federico.
–¿Y por qué Carlos Federico?; ...porque Carlos es un nombre bastante inusual para la época.
–Bueno... y Federico también. Pero Federico me pusieron por Chirife. Federico fue mi padrino. El hermano de Adolfo. Y Carlos me lo puso mi padre... Mi padre.
Hasta aquí la charla. Conté lo que contó Carlos Federico Abente, lo que había surgido de sus más profundas vivencias, de su gran sabiduría, de su perfecto sentido de lo humano. No agrego nada de lo mucho que han dicho sobre él, compatriotas de mayor versación sobre su obra y de mayor proximidad con su gran personalidad.
El doctor Tadeo Zarratea, por ejemplo, ha resumido parte de sus grandes virtudes en el siguiente párrafo: “Se sabe que en su condición de médico ha prestado invalorables servicios a la población paraguaya emigrada a Buenos Aires, con las manos, los bolsillos y el estómago vacíos; muchos con la salud destrozada. Abente fue el paño de lágrimas de miles de nuestros compatriotas; un verdadero filántropo por su vocación humanista y humanitaria; y, además, un paraguayo que encarna muy bien la ‘solidaridad paraguaya’; una forma muy peculiar de solidaridad...”.
Escritor y pionero en el uso del guaraní (otra “revancha” que se tomó de don Carlos por el forzoso extrañamiento del que fue víctima), su obra poética principal se remite a cinco poemarios en la lengua autóctona. Y es autor de Ñemity, versos imprescindibles del Paraguay, con los que también se hace imprescindible concluir esta nota:
Ñañemity, taheñói yvy ári tory, tojope kuarahy avatity, tomyasãi mandyju panambi.
Ñañemity, tahory ñande kérayvoty, toguahe tetãgua araite, topu’ã Paraguay.
...
A cultivar, que renazca en la tierra el amor, que maduren las mieses del sol, que haya campos de blanco algodón.
A cultivar, que en los sueños florezca el ideal, que haya el día de la redención, elevar la Nación.