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La impaciencia siempre es la característica reina en conciertos muy esperados. Ese sentir recorría el SND Arena entre palmas, murmullos y silbidos de insistencia. Pero a las 21:35, cuando las luces se apagaron y sin más protocolos entró Andrés Calamaro y el lugar casi se viene abajo.
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Negro de punta a punta: remera, una bandana como vincha, jeans y lentes de sol. Así vistió el bohemio rockstar en todo su esplendor y empezó el show justamente con “Bohemio”, desatando la locura de la gente. Tomó luego la guitarra eléctrica para hacer “Cuando no estás” y “Verdades afiladas”, casi sin mediar palabras más que un par de saludos.
Las maracas en sus manos marcaron el sendero del recuerdo, ya que arremetió con “Para no olvidar” y “Mi enfermedad”, de su etapa en Los Rodríguez, en parte como una afirmación explícita de que este sería un recorrido también por su historia.
Desde el inicio, otra comprobación fue su eterna pericia de saber estar rodeado de los mejores. Esta vez el amplio repertorio tuvo un ropaje tremendo, donde el coqueteo entre el rock y el jazz era constante, ya que tuvo el abrazo de una banda increíble, conformada por Germán Wiedemer en teclados, Mariano Domínguez en bajo, Julián Kanevsky en guitarras y Martín Bruhn en batería.
Iban por la cuarta y quinta canción con una energía que parecía de final y era recién el comienzo, mientras la gente arengaba, revoleaba remeras y entonaba el infaltable “¡olé, olé, olé, Andrés, Andrés!”, en tanto él agradecía levantando las manos.
“All you need is pop” y “Tantas veces” sumaron en un setlist que contentó a todo el mundo, a los fanáticos desde los primeros tiempos hasta a los nuevos exploradores. A todos ellos, con su guitarra eléctrica tomada con cariño e intensidad, Calmaro conquistaba.
“Rehenes” y “Aviones” dieron pie a que la banda siga volando con tal intensidad que uno no sabía para dónde mirar; era como un cielo lleno de estrellas llamativas que formaban constelaciones maravillosas. No encandilaban sino que también contaban historias a través de la música.
De la melancolía, cierta característica que se repite en sus canciones, a arreglos jazzeros que se mezclaban con un tempo de salsa con Calamaro arremetiendo con el cowbell, marcando el ritmo con precisión, todo era impresionante en el marco de una musicalidad exquisita pero también de una conexión evidente entre todos. Es por eso que más de una vez Andrés pidió aplausos para sus compañeros de gira.
La expresión popular en músicas
La música de Andrés Calamaro, que de la mano de su deliciosa poesía siempre supo ser un canal de las expresiones populares, no podía dejar de lado al fútbol. La canción “Maradona”, con imágenes del fallecido futbolista en pantallas, llenaron el lugar, mientras el músico se paseaba del micrófono al piano para dar con intensidad a las teclas blancas y negras.
Tras un solo de piano lleno de brillo por parte de Wiedemer, comenzó a cantar “Esperame en el cielo” que hacia la mitad sumó a toda la banda en un quiebre intenso. Esto enganchó con “Estadio Azteca”, mientras los gritos se alzaban hasta el techo. Calamaro cantaba, recitaba, tocaba la guitarra, acariciaba el piano y la gente agradecía. Entre canción y canción casi nunca hubo silencio porque el público se encargó de llenar esos espacios con cánticos también de agradecimiento.
Es así que en un momento de luz, Andrés se paró en el medio del escenario y se sacó los lentes en un gesto de amabilidad y vulnerabilidad, se arrodilló y besó dos veces el escenario. Allí sonó, como sin querer o queriendo, “Tuyo siempre”. La gente estaba solamente enloquecida y se sentía amada. Las caras demostraban eso.
Sorpresas, amistad y euforia
“La parte de adelante” y “Loco” llegaron enlazadas, mientras que hacia el final de la última ingresó Juanse, líder de Ratones Paranoicos, con una guitarra eléctrica que traspiró los solos más filosos. Al encontrarse con Andrés, la conjunción de guitarras fue fogosa, un ida y vuelta de amistad e inspiración. En medio hizo su aparición la bandera de Paraguay para envolverlos y la locura fue inmensa.
Con instrumentales largos, explosivos y llenos de matices, vino “Para siempre”, como una confirmación de lo que sentía el público: “quisiera que esto dure para siempre, casi como una eternidad”.
En un momento de inspiración, Calamaro entregó otras palabras, breves pero sentidas, afirmando que Paraguay es muy importante para todos como para el rock and roll. “Paraguay es mucho más que el porro que fumamos toda la vida. Fue importante descubrir el idioma, las mujeres, el mercado negro de almas. Voy a venir mucho más seguido”, afirmó, desatando más gritos y aplausos.
“Sin documentos”, “El salmón”, “Flaca”, “Alta suciedad” y “Paloma”, sonaron hacia el final, luego de unas horas intensas que durarían esa eternidad para el público. Cruces de instrumentos, respeto a la bandera paraguaya, agradecimientos a sus músicos constantemente, eran parte de una personalidad que esta vez se mostró desmedidamente cariñosa con toda la gente de abajo y de arriba del escenario.
Hubo una despedida formal pero la gente no se movería un centímetro hasta que el reclamo de “¡otra, otra!” se cumpla. “Crímenes perfectos” y “Los chicos”, con la gente enamorada, agitando, disfrutando, fueron el cuadro final de esta obra que fue una confirmación de que al paso del tiempo Andrés convierte cada vez más en la propia música. La siente, la vive, traspira, exuda música. Es todas esas historias que canta y que toca y con las que la gente se identifica.
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Así se despidió, vistiendo la casaca albirroja, prometiendo volver y llevándose tanto amor como el que entregó en una noche celebratoria y de desquite por todo el tiempo en que no se vieron Andrés Calamaro y su público paraguayo.