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El pasado jueves, en la sala García Lorca de la Manzana de la Rivera, cuando el reloj marcaba las 21:15 (hora pactada para el inicio del show) la gente ya estaba ansiosa y expectante.
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Pero antes se disfrutó de una bocanada de buena música como antesala de la mano del guitarrista Matías Duarte, quien sobre pistas demostró talento, velocidad y sentimientos, y la banda Mythika, que justamente este viernes 28 lanza nuevo álbum. Ambas propuestas sonaron impecable y a la altura de la ocasión, haciendo honor a lo que implicaba abrir este concierto.
La sala estaba copada y hervía de expectativas que, a medida que se desarrolló el espectáculo, fueron cumplidas con creces. Eran las 21:30 y por la pasarela superior que lleva al escenario caminó el sueco Yngwie Malmsteen hasta pararse frente a su contundente muro de amplificadores Marshall, flanqueado por Nick Marino (teclados y voces), Emilio Martínez (bajo) y Brian Wilson (batería).
Enfundado en ropas negras de punta a punta, a tono con su larga cabellera, y empuñando su famosa Fender Stratocaster, Malmsteen se presentó ante una audiencia llena de rostros que transmitían una gran emoción desatada en gritos y aplausos. El héroe de la guitarra estaba frente a ellos y daría lo mejor de él para demostrar que la definición de rockstar sigue viva con su presencia.
Un concierto lleno de energía
Empezaron a sonar los primeros acordes de “Rising Force”, retumbando por toda la sala, para que la gente demostrara una dualidad interesante: algunos desataron el headbang y los gritos de inmediato, otros estaban tiesos, embelesados, procesando la maravillosa ejecución que ofrendaba Malmsteen en temas como “Top Down, Foot Down / No Rest for the Wicked”, “Like an Angel”, “Now Your Ships Are Burned” o “Wolves at the Door” con los que arremetió al comienzo.
Pero lo que era común en todos era la alegría por estar palpando eso que sabían: que él es un mago de la guitarra, quizás mejor de lo que veían en esos videos o escuchaban en esas grabaciones. Ver materializado el sueño de quienes tal vez lo escucharon por primera vez en un disco que llegó a sus manos como herencia de un familiar, como muchas historias, hacía que la noche emane una sensibilidad especial.
Para “Soldier” tomó el micrófono para cantar, mientras se escuchaban gritos de “¡Grande Yngwie, carajo!” o “¡Te amo!” en su mayoría en voces masculinas.
Lo que Malmsteen hace con la guitarra es algo bruto pero de cualidades que alucinan. El embelesamiento se rompía por momentos cada vez que el músico desparramaba sus riffs punzantes, veloces pero claros, o cuando tiraba la guitarra al aire para agarrarla con la seguridad de quien cuida un amor importante.
Con más temas como “(Si Vis Pacem) Parabellum”, “Badinerie”, “Adagio” o “Far Beyond the Sun”, donde introdujo el solo de “Bohemian Rhapsody” demostró que su concierto, al igual que su toque, también podía atravesar diferentes climas, pues iba de lo vertiginoso a lo lento, de lo implacable a lo sentido en segundos.
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Sus filosos riffs dibujaban sonidos ascendentes y descendentes, en tanto su mano recorría un mástil que no se quebraba para sostener tan magnífica intensidad. Esos riffs, en su mayoría, los hacía con la cabeza arriba, mirando más allá, como invocando la inspiración divina que sin dudar llegaba a él.
Una conexión más allá de las palabras
“¡Hola Paraguay! ¡Gracias! ¡Es muy bueno estar aquí!”, dijo luego de varios temas y fue de lo poco que habló, porque su lenguaje es la música y lo sabe. “¿Cómo anda Paraguay? ¡Estoy seguro que quieren ver lo mejor de Yngwie!”, dijo en otro momento el bajista, quien fue el que más se comunicó con la gente con mucho carisma.
Los altos decibeles no rompían el local por pura magia. Pero cuando todo subía, Malmsteen sabía en qué momentos bajar la intensidad, como un domador que sabe guiar a su rebaño de fieles seguidores. También se tomaba momentos para hidratarse de manera constante.
No faltaron tampoco obras tales como “Seventh Sign”, “Toccata”, “Evil Eye” y “Smoke on the water” (como tributo a Deep Purple) para ponerle la firma a su versatilidad y a su amor por el barroco, el rock y el metal.
Luego de casi una hora las luces fueron a negro para marcar el fin de un tramo del show. Al volver la intensidad fue tanta que Yngwie tiró al piso el pedestal del micrófono que luego tardó en sonar, pero el problema fue subsanado.
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Una despedida inolvidable
Yngwie seguía en su plan de desafiar a su público. Señalaba sus propios oídos para escuchar qué tan fuerte la gente podía gritar y Paraguay no defraudó. Así siguió con ese concierto que era como una montaña rusa de sentires, de una potencia candente hasta una casi sensualidad en temas más mid tempo, desbaratando hasta la fortaleza más masculina era con lo que disparaba el artista.
La guitarra silbaba los agudos más nítidos que quizás jamás sonaron aquí, demostrando que ese instrumento es una extremidad más del cuerpo de Yngwie. Hacía lo que quería. Lo ponía sobre el parlante y lo movía sacando los sonidos más embrujados. La alzaba como una ofrenda y sonaba, la ponía en el piso y sonaba. En cualquier lugar su compañera hacía lo que él pedía.
Dejó al baterista pegando con las baquetas para un solo fogoso y extenso. Los bombos y tambores tronaron y los platillos atravesaron los cerebros para, a propósito, tirar más leña al fuego de la gente. “¡Olé, olé, olé, Yngwie!”, gritaban todos para exigir que el guitarrista regrese y sea uno con su banda para “You Don’t Remember, I’ll Never Forget”.
Luego le trajeron otra guitarra para que haga “Black Star” con un largo solo donde incluso miraba un reloj imaginario, como diciendo “puedo seguir” y la gente aceptó. Pero todo reloj marca un fin de las cosas y el show terminó. Aunque tal vez el público haya querido usar ese reloj imaginario para congelar el tiempo en esas dos horas y algo de show en que su “guitar hero” vino a salvarlos de cualquier mal que aceche fuera de esas paredes.