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En su reseña de una biografía de Jorge Luis Borges en The New York Times Book Review, David Foster Wallace atacó el procedimiento biográfico estándar de hurgar en la vida de los escritores buscando pistas para comprender sus obras y viceversa. Insistió en que las historias de Borges “trascienden de tal forma sus motivaciones que los hechos biográficos se tornan, de la forma más profunda y literal, irrelevantes”.
Lo que es verdad sobre la vida de los escritores también aplica, con toda certeza, a su fallecimiento. Es importante evitar la tentación de juzgar el suicidio de Wallace [el 12 de septiembre de 2008], como algo más que una tragedia de carácter privado. Sin embargo, hay que reconocer que la tentación es fuerte. Wallace no era alguien que buscara esconderse detrás de su obra; por el contrario, su personalidad está presente en cada página, tanto así que la vida y la obra no solo parecen estar relacionadas, sino que una es continuación de la otra.
Más allá de esto, Wallace fue el tipo de personaje literario cuya carrera se volvió representativa de su época. Es posible que no haya sido el novelista más famoso de su tiempo pero él, más que nadie, ejemplificó y articuló las preocupaciones y conductas que definieron a su generación.
El corpus de la obra de Wallace (periodismo y crítica, así como dos novelas y tres tomos de cuentos) se concentra en temas que, en retrospectiva, parecen presagios incómodos. Su último libro de relatos se tituló Extinción y una colección previa incluyó los cuentos “La muerte no es el final”, “El suicidio como una especie de regalo” y “La persona deprimida”. Incluso sus exploraciones más exuberantes del absurdo rayan en la melancolía. La broma infinita, la grandiosa novela del espíritu del tiempo que marcó el punto de referencia de la ambición literaria de su generación, constituye, a pesar de todo su humor, una enciclopedia de fobias, ansiedades, compulsiones y manías.
“Él veía a los leones del posmodernismo como héroes, pero también como obstáculos”.
Los estados de ánimo que Wallace vertió sobre las páginas de forma tan vívida (las progresiones de tristeza y locura incluidas en un estilo prosístico obsesivo, repetitivo y minucioso que caracterizaron tanto su periodismo como su ficción) cristalizaron una conciencia colectiva infeliz. Y sobresalió de manera más vívida en su voz. Su estilo hiperarticulado, lastimoso, de burla a sí mismo, reticente, controlador, demandante, irónico, autoconsciente de una forma casi patológica (y casi imposible de citar en fragmentos menores a las mil palabras) era uno que podías reconocer al instante, incluso si lo escuchabas por primera vez. Fue, es, la voz con la que te hablas a ti mismo.
Por lo menos con la que yo me hablo, en todo caso. Cuando era universitario y tenía la cabeza llena de teoría literaria y un doloroso anhelo de autenticidad, me encontré por primera vez con David Foster Wallace y experimenté lo que comúnmente se llama la sorpresa del reconocimiento. En realidad, el término sorpresa es demasiado limpio, demasiado seguro para mi incómoda sensación de que no solo conocía a este hombre, sino de que también él me conocía a mí.
Bien podía haber sido asistente académico en alguna de mis materias universitarias o el tipo que era un poco mayor en la materia Aproximación Avanzada a la Interpretación que se sentaba a cierta distancia de los demás y que no solo había dominado los textos ininteligibles y de moda que todo mundo leía, sino que también había dado un salto atrás, hacia los lados y hacia el frente. Ya era bastante impresionante que incursionara en la filosofía, pero en esa de las matemáticas, no únicamente en la francesa. Pero no solo eso, también jugaba tenis (de hecho, Wallace compitió en ese deporte) y podía citar la letra de las canciones de bandas que tú solo fingías conocer. Sin siquiera intentarlo, era mucho más genial que cualquier otra persona.
Todo esto se reflejaba en la narrativa de Wallace. Ya tenía esquematizadas sus técnicas intelectuales y artimañas literarias: la ceja elevada, referencias abiertamente burlonas a viejos programas de televisión y novelas gráficas; el reconocimiento de que la verdad era un juego del lenguaje. Era más listo que todos, pero también estaba plenamente consciente de que eso no necesariamente te llevaba muy lejos y de que las manifestaciones más visibles de la inteligencia (la erudición, el dominio de la cultura general, la destreza retórica, el amor por las discusiones en sí mismas) podía dejarte una sensación de vacío, desconcierto y perplejidad.
Otra forma de expresarlo es que Wallace, nacido en 1962 y autor de una aclamada ópera prima escrita a sus 24 años, ancló su obra en un agudo sentido de crisis generacional. Ninguno de sus pares mostró una preocupación tan explícita respecto a cómo se sentía aparecer en la escena literaria como un joven novelista estadounidense que soñaba con la gloria, a finales del siglo XX, y que estaba agobiado por una ridícula y desgarradora pregunta: ¿y si es demasiado tarde? ¿Qué debo hacer ahora?
Es un sentimiento común entre los nacidos en la década de 1960 (por cierto, soy cuatro años menor que Wallace). Por ejemplo, si eras un muchacho universitario en la década de 1970, viviendo en una ciudad universitaria en provincia (Champaign, Illinois, en el caso de Wallace, o Chapel Hill, Carolina del Norte, en el mío), podías sentir una extraña vibra postraumática en la mayoría de los adultos que conocías.
Y, si durante tu adolescencia o tu época de universitario comenzabas a incursionar en los libros, todo el tiempo veías (en los programas académicos, en las librerías universitarias o en las repisas de tus padres) los modelos a seguir de la era anterior, más enigmáticamente las obras maestras que dejaron los valientes representantes de la experimentación, los iconoclastas que desarmaron la gastada maquinaria de la novela y la reconstruyeron de formas ingeniosas y alocadas: William Gaddis y John Barth, Thomas Pynchon y Kurt Vonnegut. Ellos, la mayoría hombres, apuntaban el camino hacia adelante.
“Fue él quien iluminó el laberinto de manera radiante, aunque no nos haya mostrado la salida”.
Pero también bloquearon el camino. Wallace lo sabía bien. Él veía a los leones del posmodernismo como héroes, pero también como obstáculos. “Si acaso tengo un enemigo”, dijo a principios de 1990, “un patriarca de mi parricidio, probablemente sea Barth, Coover y Burroughs, incluso Navokov y Pynchon”. Son demasiados padres para un solo conflicto edípico y Wallace gastó demasiada energía tratando de asimilar y superar su influencia.
Sin embargo, a él no solo le preocupaba apostarse junto a otros escritores. Regresaba, una y otra vez, a una pregunta filosófica, quizá a la pregunta a la que se enfrenta todo el mundo con una pantalla en blanco y una historia por contar. ¿Qué voy a decir? ¿Cómo lo voy a decir? Nunca es una pregunta fácil de responder, pero tal vez nadie describió su dificultad tan enérgicamente, con tan buen humor y con tanto rigor conceptual. En el cuento “Octeto” hay una parte que comienza: “Eres, por desgracia, un escritor de narrativa” y luego continúa, de forma graciosa y exasperante, a diagramar las dimensiones de tal desgracia. Una larga y brillante nota al pie finaliza de la siguiente manera: “Nada de eso fue descrito con claridad y tal vez debería eliminarse. Puede ser que ningún aspecto de la honestidad de la narración real que estaba en contra de la honestidad de la narración falsa pudiera discutirse directamente”.
Aun así Wallace jamás dejó de intentarlo. Incluso cuando su tema principal lo hacía salir de su ensimismamiento (al mundo de las langostas, los tenistas, los vacacionistas de cruceros o los candidatos presidenciales en campaña), los problemas fundamentales de la escritura seguían en primer plano. Sospecho que Wallace como personaje (insoportablemente sofisticado y a la vez irremediablemente ingenuo, además de infinitamente sabio e incesantemente curioso) será su creación más permanente.
La broma infinita es una obra de arte que también es un monstruo: aproximadamente 1100 páginas de una inventiva espectacular y una dulzura encantadora. Su longitud y complejidad la vuelven prohibitiva y esotérica. Los otros grandes libros publicados desde entonces por miembros de la cohorte de su época, Middlesex, de Jeffrey Eugenides; Las correcciones, de Jonathan Franzen; La fortaleza de la soledad, de Jonathan Lethem; Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael Chabon, son más accesibles, uno se puede identificar mejor con ellos y es más fácil que reciban premios. Se trata de crónicas familiares, híbridos agradables de melodrama casero, crónica de inmigrantes y realismo mágico, así como de literatura más tradicional. No es que se trate necesariamente de libros fáciles, pero tampoco de libros difíciles en exceso.
No obstante, en formas muy distintas, estas novelas y sus autores (junto con algunos escritores inquietos nacidos en los años finales y posteriores a la explosión de la natalidad de la posguerra, como Richard Powers, Rick Moody y Dave Eggers) permanecen bajo la sombra de Wallace. Y no se debe a que su versión de la crisis generacional sea mejor o más verdadera que la suya, sino más bien a que era más pura y rigurosa.
“Sobrevivirá como un aliado y una influencia, un eslabón entre los gigantes que lo inspiraron y encolerizaron y los escritores venideros”.
De alguna forma, su imagen es más parecida a la de Ezra Pound. No al Pound que con el tiempo se volvió chiflado y que despotricaba, sino al modernista innovador e implacable que fue en sus inicios. Pound, durante su adolescencia, en la década de 1920, comprendió la lógica literaria del modernismo, con su poética de la dificultad y lo figurativo, mejor que cualquiera de sus contemporáneos. Pound llevó su conocimiento más lejos y lo vertió en un extraordinario y fascinante libro totalmente ilegible, Los cantares, que es al modernismo extremo lo que La broma infinita es al posmodernismo tardío.
Fuera de los salones de clases, no muchos lectores pueden digerir Los cantares; La broma infinita podría tener un destino similar. Es probable que Wallace siga disponible para los lectores en general en las dosis más pequeñas y menos desmoralizantes de sus narraciones y su periodismo. También sobrevivirá como un aliado y una influencia, un eslabón entre los gigantes que lo inspiraron y encolerizaron y los escritores venideros.
Pero quienes nos perdimos con él en el laberinto de la autoconciencia y la duda sobre uno mismo que define nuestro peculiar destino lo extrañaremos terriblemente. Fue él quien iluminó el laberinto de manera radiante, aunque no nos haya mostrado la salida.