El filósofo italiano fallecía un día como hoy del 2016 en Milán (norte) a los 84 años de edad y, para conmemorar la efeméride, la televisión pública de su país ha preparado una maratón de emisiones a lo largo de la jornada con sus intervenciones más aplaudidas.
Asimismo la editorial La Nave di Teseo, fundada por él pocos meses antes de morir, ha publicado su autobiografía de la prestigiosa colección estadounidense Library of Living Philosophers (2017), inédita hasta la fecha en italiano.
Eco (Alessandria, 1932) fue niño en la Italia fascista y completó sus estudios de Filosofía en la Universidad de Turín con una tesis sobre Santo Tomás, último acto de fe antes de abrazar el ateísmo.
En la década de los sesenta fue profesor de Estética en esa ciudad y en Milán y de Semiótica en Bolonia, investigando siempre la comunicación en la cultura de masas.
El salto a la fama mundial llegó con su debut en la novela, El nombre de la Rosa (1980), aquel “noir” medieval que agrandó su éxito con la adaptación al cine protagonizada por Sean Connery en 1986.
Su figura de intelectual se elevaba con decenas de ensayos de una infinidad temática, fruto de un apetito voraz de conocimiento que sació en los tomos de los grandes del medievo o del enciclopedismo.
Mientras seguía entrando en los hogares del lector de medio mundo con novelas como El péndulo de Foucault (1988), La isla del día antes (1994) o El cementerio de Praga (2010).
Este quizá sea uno de sus grandes rasgos: la simbiosis entre la más elevada intelectualidad y su perenne interés por la cultura de masas, a la que siempre interpeló, una característica que ya había quedado reflejada en su ensayo Apocalípticos e integrados (1964).
Entre los innumerables honores que recibió destacan el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades del 2000 o la Legión de Honor francesa, e integró el Foro de Sabios de la UNESCO.
UN ATENTO VIGÍA
Eco anticipó de alguna manera el hoy, la hiperconexión, la fuerza imparable de los gigantes tecnológicos y la contaminación del debate por la escasa reflexión que brindan las redes sociales.
Ya en los noventa, este sagaz semiótico avistaba una “nueva lucha de religión que subterráneamente” estaba cambiando el mundo, la pugna informática, en aquel caso entre Macintosh y Microsoft.
El primero, resumía en su columna La bustina di Minerva, era “católico” por “festivo, amigable y conciliador” mientras que el segundo era “protestante calvinista” por dar una “libre interpretación de las Escrituras”.
A lo largo de su extensa nómina, el “Profesor” no escatimó jamás en sus diagnósticos de las sociedades, con especial ahínco con la de su propio país, criticando en numerosas ocasiones al entonces poderoso magnate y político Silvio Berlusconi.
Su última novela, Número Cero (2015), fue de hecho un bofetón al periodismo y a la mentira que campa por internet.
La contaminación del debate que se perpetra en las redes le preocupaba sobremanera: “El gran problema de la escuela actual es cómo enseñar a filtrar la información de internet”, advirtió al recibir la Honoris Causa en Turín en 2015.
Sin demonizar del todo al medio, sí que vaticinó su contaminación dialéctica: “Da derecho de palabra a legiones de imbéciles que antes solo hablaban en el bar después de dos o tres copas y no dañaban la sociedad”, argüía.
LA LATENCIA “ETERNA” DEL TOTALITARISMO
Por otro lado Eco conoció en su infancia la doctrina de la Italia de Benito Mussolini.
En sus Cinco escritos morales (1998) ahonda, entre otros temas y a modo de advertencia, en lo que tildaba de “fascismo eterno”.
¿Sus ingredientes? El tradicionalismo, la ausencia de pensamiento crítico, el rechazo a la diversidad, la explotación de la rabia social, el nacionalismo exacerbado o el “elitismo popular”.
Sabía de lo que hablaba. Eco confesaba en el texto, en realidad un discurso ante la Universidad de Colombia en 1995, que con solo diez años ganó un premio con un ensayo sobre el tema “¿Debemos morir por la gloria de Mussolini y el destino inmortal de Italia?”.
”Mi respuesta era afirmativa, fui un chico espabilado”, señalaba, irónico.
En definitiva, su voz se apagó, pero su pensamiento, su preclara visión de la postmodernidad, sigue a salvo de las llamas, al contrario que aquella biblioteca benedictina en la que su fray Guillermo de Baskerville se jugó el tipo.