Las misiones, algunas de ellas redescubiertas siglos después de su abandono, buscan afianzarse como atractivo turístico en la región, dado que pese a su valor histórico y artístico permanecen como un destino aún por descubrir.
Estas joyas arquitectónicas son conocidas también como reducciones, porque eran los lugares donde los jesuitas concentraban a las poblaciones indígenas para inculcarles la moral y la religión católica. Así les apartaban además del régimen de las encomiendas, en el que los colonos usaban a los nativos como esclavos para trabajar en sus haciendas.
Cada reducción era gestionada por dos o tres jesuitas al frente de 3.000 o 4.000 indígenas, y se estructuraban en torno a una gran plaza central, alrededor de la cual se construían una escuela, un templo, una huerta, un cementerio y las viviendas de los nativos.
Aunque los jesuitas también dejaron huellas en otros países de la región, como Brasil, Bolivia, Argentina o Uruguay, Paraguay atesora los restos de dos de las reducciones más emblemáticas: la de San Ignacio Guasú, la primera en ser fundada en 1609, y la de Santísima Trinidad del Paraná, la mayor y mejor conservada de todas.
De la misión de San Ignacio, en el departamento paraguayo de Misiones, solo se conservan los edificios que formaban parte del antiguo colegio de los jesuitas, convertidos en un museo que alberga las esculturas rescatadas del antiguo templo.
Las esculturas representan imágenes de santos, vírgenes y mártires, talladas en madera policromada y con rasgos que recuerdan a los de los indígenas guaraníes, como su baja estatura o sus ojos rasgados.
Esta síntesis da lugar al conocido como estilo barroco-guaraní, que aúna el barroco europeo del siglo XVII, inspirado por artistas como el jesuita italiano José Brasanelli (1659-1728), con la influencia indígena.
Tras la expulsión de los jesuitas de España y de todos los territorios bajo dominio español, decretada en 1767 por el rey Carlos III, muchas de estas imágenes fueron destruidas porque se creía que, al estar huecas por dentro, habían sido usadas por los religiosos para almacenar tesoros, explicó a Efe Antonio Ramírez, informador turístico en la misión de San Cosme y Damián, en el departamento de Itapúa y a unos 400 kilómetros de Asunción.
Esta misión se consagró a dos santos médicos para que protegieran a los indígenas de las enfermedades que les asediaban, muchas de ellas ocasionadas por el contacto con patologías importadas por los europeos, contra las que no estaban inmunizados.
La reducción está constituida a la manera de los monasterios españoles de la época, y fue construida por los indígenas, que trabajaban un promedio de seis horas diarias tallando las piedras rojizas propias del lugar para levantar paredes, o modelando sobre sus muslos las tejas de arcilla para cubrir el techo, contó Ramírez.
En la misión está instalado también un planetario, que retoma los trabajos de Buenaventura Suárez (1679-1750), un jesuita que inició allí el estudio astronómico inspirado por los conocimientos de los indígenas, que se guiaban de las estrellas para sembrar y cosechar.
A unos 100 kilómetros de San Cosme y Damián se erigen las ruinas de Jesús de Tavarangüé, que aspiraba a ser una de las iglesias más grandes de la época, pero quedó inconclusa debido a las expulsión de los jesuitas. Jesús de Tavarangüé fue declarada en 1993 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, junto con otra misión paraguaya, la de Trinidad, considerada como la más grande y mejor conservada de todas.
Estas ruinas se han revalorizado gracias a un espectáculo de luces y sonidos que hace resurgir de las sombras nocturnas arcos, pilares y púlpitos, y recrea el canto de los pájaros autóctonos y la música barroca de la época, cuyo máximo exponente fue el italiano Doménico Zipoli (1688-1726) .