La legendaria Olivia de Havilland cumple 100 años

Gran dama de la pantalla y nombre esencial en la historia del cine, la última de una casta de verdaderos grandes celebra hoy su centenario de vida.

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Muchos entrevistadores a lo largo de las décadas han resaltado la exquisitez de su voz profunda y aterciopelada, su dicción perfecta, e incluso hay quienes aseguran que se expresa con tanta o mayor elegancia que cualquier miembro de realeza europea. Y es que lleva más de 80 años entrenándola, adquiriendo entonaciones capaces de conquistar o fulminar en una línea al antagonista de turno.

En contraste con la extraordinaria cadencia de su voz, en un principio los papeles cinematográficos que le asignaban no requerían profundidad alguna; su labor, por lo general, se reducía a poco más que la de una figura decorativa en aventuras de espadachines y piratas y bastaba con que sonriera, sufriera y llorara un tanto y -en el previsible final feliz- abrazara al triunfante galán de cada película para justificar su presencia. Esto, naturalmente, distaba mucho de satisfacer la inquietud de su alma de artista innata.

Así, más o menos resignada, pasó sus años de “aprendizaje” en Hollywood interpretando a la damisela en peligro en cintas como “Captain Blood” (1935), “Robin Hood” (1938) o “The Private Lives of Elizabeth and Essex” (1939). Pasarían varios más antes de que pudiera dar rienda suelta a su faceta más arriesgada y controversial, como en “Lady in a Cage” and “Hush... Hush, Sweet Charlotte”, ambas de 1964, en que una Olivia ya más madura y aclimatada a los turbulentos tiempos que corrían interpretaba a víctima y cruel victimaria, respectivamente, en roles que se alejaban años luz al más célebre de todos los que interpretó en su carrera: Melanie en “Lo que el viento se llevó” (1939).

Irónicamente, dado que la virtuosa y comprensiva Melanie de aquella cinta fallece casi hacia el final, De Havilland es desde hace varias décadas el único integrante del reparto principal que aún sigue con vida. Eligiendo cuidadosamente cada palabra para describir sus innumerables vivencias del rodaje, la actriz sostiene rememorar con cariño aquel papel, aunque más que nada con admiración, pues admite con total franqueza no ser poseedora del virtuosismo o la generosidad incondicional con que Melanie se conducía a lo largo de las 4 horas de duración de la cinta.

Su entrañable interpretación le supondría su primera nominación a un premio de la Academia, aunque en la categoría de Actriz Secundaria. Años más tarde, despojada de falsas modestias, admitiría su frustración temporal al no obtenerlo, aunque a la diva en ella le “consuela” ahora el haber ganado la estatuilla en un par de ocasiones, años más tarde, como Actriz Principal por roles más sustanciales, comprometidos y realistas.

De padres británicos, Olivia de Havilland (aunque suene artístico, es su nombre real; ilustre si los hay) nació en Tokio, Japón, el 1 de julio de 1916 y temprano en su infancia por cuestiones de salud viajó a los EE.UU., donde residiría la mayor parte de su juventud y llegaría la cúspide de su estrellato. Junto con ella, iban en aquel viaje su madre y su hermana menor, la igualmente célebre Joan Fontaine, quien en un futuro cercano se convertiría en su principal competidora en el plano profesional.

Las comparaciones eran inevitables y la rivalidad entre ambas hermanas fue legendaria y objeto de especulaciones a lo largo de sus longevas carreras; se habría originado en los años '70, debido a discrepancias en ocasión de los funerales de su madre, aunque hay quienes dicen que se remonta a aquella noche de 1942 en que Fontaine ganó el Oscar como Mejor Actriz Principal, categoría en la que también estaba ternada Olivia, un año mayor.

Cuenta la primera en sus memorias, “No Bed of Roses”, cómo el rencor de aquellas peleas infantiles en el patio de su hogar volvía así a reavivarse, aunque esta vez ya no habría empujones ni tirones de pelo. Después de todo, para entonces era adultas/actrices y era de esperarse que hubieran aprendido cómo ocultar la rabia y fingir una alegría inexistente.

No obstante, Fontaine, con toda candidez, confesó que se mantuvo prevenida, casi a la espera de que una furiosa Olivia, sentada frente a ella (en aquellos años, la ceremonia se celebraba en el marco de una cena), saltase sobre la mesa que compartían con otros colegas y la atacara. Ningún episodio de violencia física habría de ocurrir: ambas supieron guardar las apariencias, pero los celos fraternales se transpondrían de ahí en más al terreno laboral. Es loable y digno de destacar que ambas supieron a lo largo de sus vidas manejar la “disputa” con discreción, pese a la curiosidad de su público.

Su primera incursión en el mundo de las tablas fue en teatro de aficionados, como “Alicia en el país de las Maravillas”; poco después encarnaría a Hermia en “Sueño de una noche de verano”, donde llamó la atención de un productor de cine; ese mismo año (1935) habría de interpretar el mismo papel en la versión cinematográfica de la obra. Vendrían muchos más de ese estilo: secundarios o de relleno aunque vistosos. Su belleza de “chica de al lado”, después de todo, no era de las que intimidaban, sino más bien del tipo “amigable”. Irradiaba pureza, frescura y optimismo.

Muchos roles pasarían y para mediados de los años '40 ya había recorrido un largo camino que le acarrearía cierto renombre; pronto se convertiría en una de las más importantes actrices dramáticas de la gran pantalla. Esto último, sin embargo, no hubiera sido posible de no haber llevado a juicio a los ejecutivos de los estudios Warner, quienes preferían eternizarle como virginal heroína en épicas al lado de Errol Flynn en casi 10 películas. Era la hora de convertirse en estrella por derecho propio y ella estaba más que dispuesta a demostrarlo.

Así, a riesgo de ser incluida en la “lista negra” y de quedarse sin carrera, ganó el juicio por el derecho a rescindir un contrato de exclusividad de 7 años, con derecho a extensión, lo cual era la norma en ese entonces. Así también, la libertad de poder elegir sus papeles y librarse gradualmente del yugo impuesto por el sistema de estudios por el cual éstos podían ser impuestos según el antojo de los magnates de la industria al margen de cuán grande fuera la estrella.

El litigio lo había comenzado años antes Bette Davis, a mediados de los '30, pero no fue tan afortunada. Para el momento en que Olivia decidió “rebelarse” y tomar las riendas de su carrera, los tiempos estaban cambiando. Era el momento adecuado y el tiempo le demostraría que hizo lo correcto. Su bravura le reportó el agradecimiento unánime de sus colegas.

Si bien nunca había recibido un entrenamiento formal en lo que respecta a actuación y podría afirmarse que se formó a sí misma en compañías de aficionados en épocas del colegio secundario, cintas de la segunda mitad de los '40 tales como “A través del espejo”, “La heredera” o “Nido de víboras” mostraban a una actriz consumada y en pleno dominio de sus capacidades.

Si bien los papeles en aquellas -por citar tres ejemplos memorables- son diferentes entre sí, tienen como común denominador una cierta transformación: en la primera interpreta a dos hermanas gemelas (como era de esperarse, polos opuestos); en la segunda, una ingenua que a fuerza de decepción acaba convirtiéndose en un ser vengativo y lleno de amargura; en la última, enfrenta el tema tabú de perder la cordura: traumas de infancia terminan agobiándola al punto de tener que ser encerrada en un instituto mental, donde es sometida a todo tipo de tratos inhumanos. Estas interpretaciones le valieron la aclamación tanto de la crítica como de público en general.

Es de lamentar que su apogeo llegara de forma relativamente tardía. A medida que se acercaba a su cuarta década de vida, como ocurría en aquel entonces, los papeles para una actriz principal comenzaban a escasear, por lo que sus apariciones en pantalla empezaron a ser más esporádicas. Por aquel tiempo, fue invitada al Festival de Cannes, donde conocería al editor de una revista que se convertiría en su primer esposo y con quien tendría a su primer hijo. Así, gradualmente, fijaría residencia en París, con más o menos frecuentes regresos a Hollywood siempre que un papel lo ameritaba.

Olivia fue una de las primeras estrellas de cine en atreverse a descubrir el incipiente mundo de la TV sin los prejuicios que por entonces abundaban con respecto al medio que -se creía- significaría el final de la industria cinematográfica y en los años '60, '70 y '80 siguió trabajando activamente por igual en la pantalla chica y en teatro de manera prolífica.

En años más recientes, la actriz sería objeto de todo tipo de homenajes, siempre con más que merecidas ovaciones de pie. Quizás el momento más recordado sea el 75º aniversario de la Academia, en 2003, ocasión en que le cupo presentar a todos los ganadores de la estatuilla allí presentes que en ese entonces seguían con vida.

Su entrada triunfal al escenario del teatro Kodak a sus más que bien llevados 87 años fue quizás el momento más conmovedor y recordado de aquella ceremonia. De fondo, el célebre “Tema de Tara”, la melodía más comúnmente asociada a “Lo que el viento se llevó”, era el marco ideal. Su lucidez y porte de realeza de Hollywood dejaron gratamente sorprendida a la audiencia.

Desafortunadamente, en los años posteriores, la prensa le prestaría mayor atención a la famosa rivalidad entre las hermanas, lo cual se acentuó tras la muerte de Joan Fontaine a fines de 2013, a la edad de 96. Algunos hablan de hasta 40 años de silencio entre ambas; otros, más optimistas, señalan que los últimos años habrían suavizado tensiones, producido un acercamiento y que secretamente se comunicaban con cierta frecuencia a través del teléfono. Joan Fontaine había decidido quedarse a vivir en los EE.UU.

Quizás nunca conozcamos la verdad absoluta, pero la leyenda de dos hermanas estrellas de cine que supuestamente se guardaban celos profesionales y rencor mutuo desde la lejana niñez ciertamente despierta un interés mayor al de una pacífica reconciliación en el ocaso de la existencia; resulta, a todas luces, más atrayente y hasta fascinante que cualquier argumento cinematográfico.

 

Hoy, la centenaria estrella vive alejada de la gran pantalla, los escenarios y los reflectores, aunque concede entrevistas ocasionalmente siempre que se encuentra bien de salud y de ánimo. En 2009, a los 93 años, narró el documental “I Remember Better When I Paint”, que gira en torno a cómo el arte puede servir de terapia a los enfermos de Alzheimer. En 2010, a los 94, recibió la condecoración de Caballero de la Legión de Honor de manos de Sarkozy, quien refirió que representa para su nación un honor que la actriz haya elegido Francia como su hogar.

Contrario a lo que podría esperarse, De Havilland asegura no vivir de los recuerdos, o al menos no aferrarse a ellos y no darles más de la importancia necesaria. La gran dama del cine hace gala de una lucidez y buen humor envidiables, lo cual se percibe siempre que concede una entrevista.

Reservada, con una actitud positiva frente a los embates de la vida y alguna que otra hospitalizacion por achaques propios de su avanzada edad, y con más enigmas que revelaciones, celebra en la quietud de su suntuoso apartamento de la capital francesa un legado de más de 50 películas, de las cuales -cuando menos- media docena pueden considerarse esenciales en la historia del cine.

El mundo del cine y los aficionados, agradecidos, festejamos con emoción el siglo de una vida ejemplar, colmada de talento, clase y encanto.

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