“Nos ceñimos en lo posible al personaje real, desde al accidente que le deja paralítico a su superación personal”, explicó el director estadounidense sobre su filme, basado en la biografía de John Callahan, quien a los 21 años quedó en silla de ruedas y al que su cáustico sentido del humor redimió como exitoso dibujante.
Van Sant, de regreso en la Berlinale tras haber estado en la sección oficial de ese festival con Good Will Hunting (1998), Finding Forrester (2003) y Promised Land (2013) , sitúa al espectador en los primeros veinte minutos bajo la tensión de un joven Callahan en su últimos día de “vida andante”.
La tragedia le acecha en cualquier esquina desde el momento en que sale a comprar la primera botella del día, recién salido de la ducha, hasta que muchas horas y botellas después se topa con alguien tan sediento como él –Jack Black–, en busca de la mejor fiesta.
De ahí salta al momento en que un médico le da el diagnóstico y sentencia –parálisis de por vida–, para empezar el largo camino de terapias y recaídas, entre litúrgicas sesiones de alcohólicos anónimos y lecciones sobre lo que a partir de entonces va a ser su sexualidad.
Van Sant administra su perfil del santo bebedor con sabias dosis de momentos agridulces o directamente amargos, brisas de aire fresco con su rehabilitadora-azafata –Rooney Mara– y con un genial terapeuta –Jonah Hill– que nació nadando en oro y acrecienta esa riqueza innata con sesiones para exalcohólicos ricos.
Fue difícil, en la presentación a los medios, arrancarle alguna frase a Phoenix, que parecía interesado en demostrar que no le gustan los festivales ni hablar de sus caracterizaciones, ni la actual, ni otras anteriores, como la de Johnny Cash en Walk the Line.
“No tengo buenas respuestas a preguntas 'cool'”, dijo, interrogado sobre sus silencios interpretativos, mientras el veterano Udo Kier, uno de los secundarios en la película de Van Sant, compensaba un poco su parquedad con alguna anécdota.
Don't worry, he won't get far on foot era el reencuentro de la Berlinale no solo con Van Sant, sino también entre este y Kier, intérprete del filme con el que el director estadounidense debutó en Berlín con Mala Noche (1986), entonces fuera de concurso.
Es asimismo un nuevo trabajo conjunto entre Van Sant y Phoenix, tras To die for, en 1996, pero tampoco a este respecto se explayó mucho su protagonista, más allá de expresar su satisfacción.
Para Phoenix, lo que hay que contar está expresado suficientemente en el filme, uno de esos productos de corte 'made in USA' sobre la capacidad de superación personal cuando todo falla, pero se sigue pudiendo usar correctamente la cabeza.
La biografía del Callahan rehabilitado es la segunda redención de un adicto en competición en esta Berlinale, tras la proyección el pasado domingo de La Prière, dirigida por el francés Cédric Kahn y centrada en la rehabilitación, por la vía del rezo, en una estricta comunidad católica de los Alpes franceses.
El filme de Kahn se apuntalaba en otro genial actor, el joven Anthony Bajon. Se trata de dos películas de corte y recursos distintos, unidas por la mano maestra de sus respectivos directores y sus impecables actores. Completó la competición hoy la película del filipino Lav Diaz Ang Panahon Ng Halimaw, una muestra más del sentido del espacio y el tiempo de este realizador, especializado en películas hechas de planos fijos y mucha épica, que no bajan de las cuatro horas.
Si el año pasado compitió en la Berlinale con Hele sa Hiwagang Hapis, de ocho horas de duración y centrada en la lucha contra la opresión colonial, ahora invierte 234 minutos en relatar el horror impuesto por el control militar sobre una población del archipiélago en los años 70.
Obviamente excesiva, como la anterior, pero al mismo tiempo maravillosa, dejó en la Berlinale una muestra de la pasión de Diaz por el estricto blanco y negro, dulcificado por poética musical.