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Su nombre está escrito con fuerza en la misma historia del rock paraguayo. Nacido el 14 de setiembre de 1953 en Asunción, Roberto Guillermo Thompson Artecona fue hijo del maestro de periodismo Roberto Thompson Molinas –primer secretario general de Redacción del diario ABC Color– y de la prolífica escritora de poesía y narrativa infantil María Luisa Artecona de Thompson.
Autodenominado “estrangulador de acordes”, Thompson inició su camino en la música mientras cursaba sus estudios secundarios, cuando formó sus primeras agrupaciones: Nueva Experiencia y Los Walkers.
Corrían los años ’70, cuando su nombre empezaba a sonar en la escena y su experiencia se trasladaba a bandas como Alci Rock, Los Bravos y la emblemática Faro Callejero. Pero, sin dudas, fue la Banda Pro-Rock Ensamble la fundamental, con la que grabó el primer álbum de rock paraguayo (“Música para los perros”, 1983), junto a músicos como Justy Velázquez, Saúl Gaona, Antonio Jara y Toti Morel.
“Pro-Rock Ensamble viene a ser como su legado principal, una de sus obras principales. Sus aportes en la guitarra, que si uno escucha bien, con atención, tiene cosas muy bien logradas para ese tiempo. Y hay una cosa: como dicen entre los músicos, ¿con quién no tocó Roberto? Donde le necesitaban se iba a tocar y se adaptaba a las circunstancias”, lo recuerda su amigo y reconocido dibujante Nicodemus Espinoza.
Su trayectoria musical seguía su curso con bandas como Fusión Tres, RH(+), Ni los Perros, el trío La Cueva y la Tío Tomás Blues Band.
El guitarrista paraguayo Rolando Chaparro compartió en la red social de Facebook unas palabras para el maestro. “Sencillo, modesto e increíble ser humano, gran amigo y maravilloso músico, fue uno de los héroes más iluminados de esta tierra paraguaya (…)”.
El músico lo definió como “el más grande de los guitarristas del rock paraguayo” y recordó que –hace poco tiempo– celebró con Thompson, junto a amigos suyos como Riolo Alvarenga, Dany Zayas y Pekos Sandoval, su último cumpleaños. “Estoy profundamente triste por esta partida, pero inmensamente feliz por haberlo conocido y por haber crecido, aprendido y compartido juntos su música, por haber tenido el placer y el orgullo de haber ‘zapado’ juntos innumerables veces”.
“Su música, sus solos, sus manos, su onda, su inmenso amor... Goyo, ‘el estrangulador de acordes’ (…); sus acordes, sus improvisaciones y sus melodías ejecutadas con una expresión más bien tímida, pero con un sentimiento y sonido demoledor e inmensamente emotivos”, escribió Chaparro. “Roberto ya está eternizado en lo más profundo de nuestros corazones”.
Por su parte, Saúl Gaona, compañero de suyo en Pro Rock Ensamble, escribió: “Aparte de ser el primer gran guitarrista del rock nacional, era el tipo de persona con la cual nunca podías pelearte, por lo bonachón que era”.
Nicodemus Espinosa, su cómplice de aventuras en los arenales de Roberto L. Pettit, allá por fines de los ’60, recuerda a Thompson con su particular sentido del humor y disciplina.
“Siempre fue un tipo de bajo perfil; hablaba poco, pero tenía sentido del humor. Se reía mucho con los ‘perros’; hablaba lo esencial. Jamás metía la cuchara en una conversación. Siempre evitaba discusiones y era muy solidario, en el sentido de que alguien quería saber algo de la guitarra, él se lo mostraba sin problemas. Él estudiaba y, aunque no lo creas, era muy disciplinado en sus estudios. Siempre estaba buscando sonidos nuevos y de repente encontraba algo. ‘Escuchá un poco’, me decía, y hacía sonar algo”.
“Con Cacho Sanabria y José Antonio Quintana teníamos un trío que se llamaba ‘El trío Mugre’. Un antinombre. ¡Todo el mundo tenía lindos nombres y nosotros buscamos un antinombre!”, narra Espinosa, quien se desempeñaba como bajista. “Una vez tocamos en un festival estudiantil en el Cervantes, y Roberto entró a tocar la flauta. Él se ubicó detrás de nosotros y ahí tocó la flauta. Improvisó, y salió con unos arreglos maravillosos”.
El dibujante recuerda que, por aquellos tiempos, eran víctimas de gritos y humillaciones. Usar el pelo largo o cantar letras picarescas era toda una transgresión. “Nosotros teníamos un tema que decía: '¡Tengo hambre, tengo frío, estoy caliente y tengo sed’. En el público salían a decir: ¡Terehona quilombope!’, y cosas así. Ahora, a la distancia, resulta simpático. Pero en ese momento te daba por las bolas. No nos comprendían”.
En el año 1996, el icónico guitarrista sufrió una apoplejía que le paralizó la mitad del cuerpo y lo obligó a retirarse de los escenarios.
“Se vino la enfermedad y primero lo tenían muy familiarmente; después pudimos visitarles los amigos. Y llegó a tener una leve mejoría. Así que llegó otra vez a tocar, a hablar, se le entendía, caminaba, podíamos charlar y de repente con la mano izquierda volvía a tocar”, comenta Espinosa. “Después tuvo un par de recaídas que lo dejaron en estado de no hacer nada. No podía hablar, no se le entendía. Anteriormente hasta volvía a escribir cosas; tenía un cuaderno, ¡y también dibujaba muy bien!”.
La última vez que se lo vio en vivo fue en setiembre de 2003, cuando la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Asunción le rindió un homenaje en el Festival Rock’hayhu.
Roberto Thompson falleció el pasado martes 24 de octubre, de un infarto agudo de miocardio. Los restos del músico fueron velados desde la noche del miércoles en el Memorial; y el sepelio fue realizado el jueves pasado.
“Roberto, para mí, es un inmortal”, lo recuerda su amigo. “Era un tipo demasiado buenazo, gran amigo, donde compartías con él y, además de música, tenía un sentido del humor amplio. Y es un inmortal, porque era uno de esos seres especiales con quien daba gusto estar”.
Tampoco olvida aquellas salidas en que, en tiempos de juventud, la música era excusa perfecta para recorrer las calles de la vieja Asunción. “De repente, si salías con él por ahí de farra, tenías que tener el aguante de volver al día siguiente, ¡porque hasta que no se acabe eso no volvía!”.