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Son casi las 12:00 y es domingo. El sol está intenso al llegar al aeropuerto de Punta Cana, uno de los principales polos turísticos de República Dominicana.
Un techo de hojas de palmera cubre un recinto ambientado con merengue y bachata, ritmos que habremos de escuchar durante el camino a las playas prometidas.
Bailarinas en trajes típicos y grupos de música tropical en vivo intentan aplacar el cansancio de un largo viaje, un viaje de 10 horas desde Asunción.
El agotamiento desaparece automáticamente cuando finalmente -tras 20 minutos de trayecto desde la terminal aérea por una carretera que pareciera recién inaugurada- llegamos a uno de los tantos hoteles situados frente al océano y el color azul de las aguas por poco y se confunde con el azul del cielo.
Se trata de Bávaro, un pueblo en la provincia de Altagracia, situado en el extremo este de la isla La Española, que comparten República Dominicana y Haití. “Realmente esto aún no es Punta Cana, esto es Bávaro, pero a fines prácticos y para los turistas diremos que es Punta Cana; turísticamente todo esto se conoce igual como Punta Cana”, nos explica una guía mientras recorremos parte de la extensa playa. Unos kilómetros más o menos no hacen gran diferencia; al fin y al cabo todo es un gran paraíso tropical y no íbamos a quedar descontentos, aunque sí desconcertados por la revelación geográfica que acabábamos de recibir.
Esta vez nos tocó alojarnos en el Meliá Caribe Tropical, uno de los sitios donde un atractivo adicional para los turistas -incluidos paraguayos- es el servicio all inclusive (todo incluido).
El clima caribeño se respira en el ambiente, donde además resaltan la calidez de los mismos lugareños y la infraestructura preparada para recibir a visitantes de varios puntos del mundo. No solo es la estructura del complejo: el entorno, el sol intenso, la brisa y la naturaleza como gran protagonista hacen de este lugar un paraíso inolvidable.
Sin mayores trámites, algunos optan por pasear por la extensa playa, otros toman sol en las reposeras, varios ingresan al agua cristalina y -curiosamente- muchos deciden pasar el día en las piscinas de los complejos hoteleros, entre servicios de bebidas, que incluyen algunos preparados autóctonos, como la mamajuana y otros tragos, casi todos a base de ron. No se quedan atrás algunas opciones más universales, como la cerveza, el champagne y el cosmopolitan.
El carácter internacional igualmente se ve reflejado en el menú ofrecido al visitante, que además de los platillos locales, como la “bandera” (arroz, poroto rojo y carne) o el mofongo (a base de plátanos verdes), también encuentra una extensa variedad a base de mariscos, además de opciones que mezclan costumbres europeas y asiáticas.
Punta Cana va más allá de las playas cristalinas, de una transparencia tal que en algunos puntos es posible ver el fondo de arena blanca. Los resorts ofrecen entretenimientos para todos los gustos y todas las edades.
Los amantes de los deportes acuáticos encuentran su deleite en las prácticas de buceo, snorkel, natación en medio de delfines, paseos en kayaks, canoas, lanchas y todo tipo de vehículos motorizados. Una alternativa aún más atractiva pueden significar los transportes en catamarán, una embarcación que ofrece una experiencia de viaje única, en medio del Caribe.
Justamente, como si la belleza de Bávaro-Punta Cana no fuese suficiente, y cuando aún no podíamos asimilar tanta belleza en un solo lugar, al tercer día de estadía nos ofrecen descubrir los atractivos de Saona, una preciosa isla situada a pocos kilómetros de la ciudad de Higüey, capital de la provincia de Altagracia.
La simple expedición hasta la isla prometida ya constituye toda una aventura. Temprano, a la mañana, subimos a un bus que nos traslada hasta un puerto en Bayahibe, en otra provincia llamada La Romana, donde ya nos aguardaba una lancha con dos motores fuera de borda.
La embarcación se desliza sobre el mar a tal velocidad que en algunos puntos -al chocar contra algún oleaje- queda suspendida en el aire por varios segundos, tiempo suficiente para experimentar una adrenalina difícil de describir.
Ya alejándonos varios kilómetros de la costa, el viaje se torna un poco más tranquilo y a lo lejos divisamos pequeñas islas de vegetación que parecieran flotar en medio de la nada. Son los manglares, un conjunto de árboles leñosos que viven en el agua salada, algo propio de las zonas tropicales.
La excursión por mar toma una pausa y la lancha se acerca hacia la costa, pero finalmente se detiene a varios metros de ella. “Este es el lugar donde se filmó la película Laguna Azul y algunas de la escenas de Piratas del Caribe”, nos señala un guía mientras frente a nosotros se extiende un espejo de agua color celeste vivo.
Para sorpresa de todos, al bajar de la lancha, que quedó anclada en medio del mar, el agua llega hasta poco más de la cintura de un adulto. Y esto se extiende por varios metros hasta llegar a la costa. “Esto es lo que llamamos la piscina natural”, relata el dominicano que nos acompañó durante el trayecto.
Lo cristalino del agua puede sorprender y sorprende aún más la posibilidad de divisar inclusive estrellas de mar a escasos metros de la superficie. La experiencia es única: los guías nos permiten tomar a estos curiosos animales marinos e incluso sacarlos completamente del agua por unos pocos segundos para apreciarlos de cerca. La condición era volverlos a sumergir a los 30 segundos, a fin de no ponerlos en riesgo.
Tras 40 minutos, retomamos la excursión. “Esta ya es isla Saona pero no es el punto donde vamos a quedarnos”, nos explica el guía ya preparando nuevamente la lancha.
Luego de unos 20 minutos de haber reanudado el viaje, la lancha se detiene. “Preparen sus cámaras”, nos alerta el guía mientras lanza alimentos al agua. En pocos segundos, una gran cantidad de peces se aproxima y nos ofrece un espectáculo de colores sorprendente.
Debíamos continuar hacia nuestro destino. La embarcación enciende nuevamente los motores y minutos después finalmente llegamos al sector de la isla Saona dentro del llamado Parque Nacional del Este. Son pasadas las 12:00 y en el lugar se experimenta una sensación de entretenimiento y distensión que parecen permanentes: varias jóvenes bailando con atuendos locales enseñan curiosos pasos a los turistas. A pocos metros, un grupo se divierte en un partido de voley mientras en los alrededores otros toman sol en la playa de arena blanca y fina.
Luego del almuerzo y tras deleitarnos con el ambiente festivo y visitar puestos de artesanos locales, finalmente emprendemos viaje de regreso, esta vez ya no en la veloz lancha sino en catamarán, a un ritmo apacible y en medio de un paisaje único.
Al siguiente, día, ya miércoles, nos proponen una jornada diferente, alejada del agua: una clínica de golf. Un profesor con acento estadounidense trata de transmitirnos las técnicas básicas en este noble deporte.
Y es que Punta Cana no solo ofrece el encanto de sus playas, sino además constituye un atractivo para quienes buscan los inmensos campos de golf, como el campo Cocotal, donde incluso se disputan campeonatos de clase mundial.
Al anochecer, nuevamente de regreso al hotel Meliá Caribe Tropical, un grupo decide pasar lo que sería su última noche en este paraíso en algunos de los tantos pubs o clubes nocturnos dentro del resort, donde ofrecen una variedad innumerable de tragos, mientras otros optan por saborear de la “última cena” en algunos de los 10 restaurantes de especialidades a la carta, donde destacan inclusive variedades de opciones de cocina de autor.
Los menús comprenden platos de cocina colonial dominicana, así como delicias de pescados y mariscos del mar Caribe. Tampoco quedan atrás -para quienes buscan algo más universal- alternativas de cocina italiana, francesa, mexicana, japonesa e incluso tailandesa.
Los entendidos y aventureros gastronómicos pueden disfrutar de un maridaje, con los vinos de diferentes variedades, cosechas y procedencias.
Al amanecer, en día jueves, es momento de alistar las maletas, echarse un último chapuzón en algunas de las piletas o el extenso azul del mar, apreciar el paisaje caribeño, tomar las últimas fotos, para luego finalizar una experiencia de cinco días en el edén que se ofrece entre el Atlántico y el mar Caribe, un lugar de relajación y sensaciones que difícilmente decepcionará.