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“Aníkena Ñandejára amanóti ko pyharépe. Ahechase jey chesýpe (Dios mío, no permitas me muera esta noche. Quiero volver a ver a mi mamá)”. Tirado en el piso de una de las torres del Regimiento Escolta Presidencial, Juan Carlos Almada rezaba, temeroso de que fueran los últimos instantes de su vida. Tenía 17 años y acababa de recibir dos balazos en la cabeza y un tercero en la pierna derecha.
Cerca de él, un joven rubio yacía tendido y daba sus últimos gemidos luego de haber recibido varios impacto de bala.
Unas horas antes, de sorpresa, militares de otras armas habían rodeado el Regimiento Escolta y abrieron fuego contra ellos. No comprendían lo que estaba pasando; eran sus propios camaradas los que los estaban atacando.
Pasaría un buen tiempo antes de que supiera que se trataba de un golpe de Estado para derrocar al dictador Alfredo Stroessner. Juan Carlos y sus compañeros debían resisitir, era la orden que habían recibido y no les quedaba otra. Nunca les preguntaron si querían estar en algún u otro bando aquella noche.
Sentado en lo que sería el patio de su casa, una humilde vivienda ubicada en una compañía rural del distrito de Ypané, a casi una hora y media de viaje desde Asunción, Juan Carlos todavía recuerda los detalles de la noche en que siendo un adolescente, casi un niño todavía, le tocó ser protagonista involuntario del golpe de Estado del 2 y 3 de febrero de 1989.
Cerca de nosotros, su madre, una mujer de 65 años a la que la edad le ha dejado numerosas marcas en el cuerpo, se acuclilla e intenta encender infrutuosamente un fósforo para avivar las leñas sobre las que cocinará la comida del día. No cuenta siquiera con una cocina y por ello debe improvisar una a la intemperie, cerca de algunos de los elementos que recolectó para vender como material reciclado a fin de conseguir algo de comer para sus hijos.
Juan Carlos no oculta el dolor cuando cuenta que su madre, ya de avanzada edad, debe seguir trabajando debido a que él no puede hacerlo como consecuencia de las secuelas de la noche de combates hace ya casi tres décadas. Las balas que le alcanzaron lo terminarían dejando totalmente ciego dos años después del golpe de Estado.
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Cuando llegó a su casa en Atyrá, tras caminar sin rumbo los 60 kilómetros que lo separaban desde Asunción, se encontró con su madre llorando desconsolada. Horas antes, la mujer había recibido la peor noticia que podría recibir quien dio a luz: su hijo había muerto, había caído durante los combates que se desataron en la capital entre la noche y madrugada. Pero él estaba ahí, parado delante de ella.
“Eran cerca de las 22:00 cuando nos atacaron”, recuerda Carlos Romero mientras se para en la intersección de las calles Eligio Ayala y Vicepresidente Sánchez de Asunción. En ese mismo cruce ubicado en la parte posterior de la sede del Ministerio de Defensa, él cumplía su guardia como soldado raso en lo que solía ser conocido como Puesto Número 4 del Regimiento Escolta Presidencial cuando vio que un grupo de desconocidos armados que se acercaban hacia donde él estaba.
Carlos tenía apenas 16 años y lejos estaba de su interés una carrera en la milicia; sin embargo, ya había cumplido la edad suficiente y no le quedaba más opción que ir a cumplir con el Servicio Militar Obligatorio. En esas estaba cuando se desató el golpe de Estado la noche del 2 de febrero de 1989.
Había pasado gran parte de aquel jueves como uno de los custodios del dictador, el general Alfredo Stroessner. Por la mañana, el tirano había asistido a una reunión en el Estado Mayor, el edificio contiguo al Ministerio de Defensa y donde tenía una de sus oficinas. Ya después del mediodía, fueron hacia la zona de La Recoleta, a una de las casas del Cnel. Francisco Feliciano “Manito” Duarte, uno de los hombres de confianza de Stroessner y señalado como uno de los “cazadores de niñas” que luego se convertían en esclavas sexuales del dictador y su entorno.
Carlos había tocado guardia a las 18:00 y debía permanecer allí hasta la medianoche, pero la jornada se terminaría extendiendo demasiado.
Mientras veía al pelotón de soldados acercarse hacia un capitán, un sargento y otros suboficiales, Carlos consiguió cubrirse detrás de un viejo lapacho ubicado en una de las esquinas cercanas a su puesto de guardia. Desde allí, consiguió tener en la mira al capitán Carlos Ramírez Persano, un militar que había sido de baja pero que volvió a filas castrenses gracias a su alianza para participar del golpe de Estado.
Carlos reconoció a Ramírez Persano, pues él era el comandante de su pelotón cuando era agregado en la Infantería. Lo tenía en la mira y podría haberle disparado, algo de lo que se percató el capitán, quien también lo reconoció cuando Carlos le habló mientras le apuntaba con su fusil ametralladora liviana (FAL, como le llamaban ellos). Asustado, Ramírez Persano trató de convencer al adolescente.
- “Chekuaa pio, che ra'y? (¿Me conocés, mi hijo?)”, le preguntó Ramírez Persano.
- “Sí, roikuaa, mi capitán. Mba’epiko la oikóva? (Sí, le conozco, mi capitán. ¿Qué es lo que está pasando?”, respondió él.
- “Ha ndereikuaái pio? (¿Y no sabés acaso?)”.
- “No, ndaikuaái (No, no lo sé)”.
- “Entregá chéve la nde fusil (Entregame tu fusil)”.
- “Cheko kóa, che capitán, ndaikutomoäi la roentrega (Esto, capitán, lastimosamente no le voy a poder entregar)”.
Carlos sabía que era grave negarse a algo solicitado por un superior, pero sabía también que algo no estaba bien y que si entregaba su fusil reglamentario, los altos mandos del Regimiento Escolta no se lo iban a perdonar y le podía ir muy mal.
A la fuerza, le despojaron de su arma y le obligaron a ponerse boca abajo en la esquina en la que estaba parado hasta hacía instantes. Quedó a cargo de un sargento, mientras escuchaba la orden que daba Ramírez Persano: “¡Pelotón, tome posición a la derecha y a la izquierda!”
Se acababan de ubicar cuando un camión repleto de soldados llegaba proveniente del Regimiento Escolta Presidencial, a fin de ir a los diferentes puntos donde ya se habían desatado los combates. El capitán Ramírez Persano estaba parado observando detrás del mismo árbol de lapacho que Carlos había usado como protección hasta minutos antes y desde allí, con voz fuerte y clara, volvió a dar otra orden: “¡FUEGO!”
El camión repleto de soldados, todos adolescentes que cumplían el servicio militar al igual que Carlos, fue acribillado y terminó estrellándose contra un añejo árbol del que hoy queda solo un tronco cortado y hueco.
“Ahí vi a todos mis camaradas muertos, gritando, llorando de desesperación”, recuerda Carlos mientras observa lo que queda ese árbol, 28 años después y en el mismo lugar.
Su voz se corta un instante. Desde que comenzó a hablar con nosotros trató de demostrar fortaleza y seguridad todo el tiempo, aunque el lenguaje corporal demostraba por momento la mezcla de sensaciones con la que debía luchar en su interior.
Se queda callado, da algunas vueltas tratando de fijar nuevamente la mirada. Exhala fuerte. Intenta retomar el relato pero no lo consigue.
“¿Sentiste que podías ser el siguiente?”, le pregunto. El efecto que lo había dejado sin palabras parece cortarse y puede volver a hablar para responder.
“Yo podía ser el siguiente”, dice.
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Juan Bautista Alfonzo Ayala se encontraba durmiendo en el interior del Regimiento Escolta Presidencial cuando la escuadra fue sacudida por un llamado. “Compañía, levantarse, armarse y equiparse de faena”, escuchó decir al oficial de semana.
No tardó demasiado en estar listo. Instantes más tarde ya estaba junto a todo su pelotón trotando hacia la zona del barrio Cambala, sobre la avenida General Santos. De ahí recibieron un llamado por radio y los hicieron volver.
Alfredo Stroessner había conseguido huir del primer lugar al que fueron a buscarlo y se dirigía al Estado Mayor, por lo que ellos debían cubrir los diferentes puntos. A Juan Bautista le tocó estar en una de las entradas ubicadas sobre la avenida Mariscal López, junto a otros dos muchachos más jóvenes que él y menos antiguos en el servicio militar obligatorio.
La orden era clara: “Mandar fuego”.
”Después de una hora ya había tiroteos por todos lados. Lanzacohetes. Las esquirlas venían por estos árboles y se caían”, nos cuenta mientras nos muestra el lugar exacto en el que estaba con el cuerpo a tierra y el arma apuntando hacia Mariscal López junto a sus compañeros.
“Me sentía desesperado, pero no quería correr porque nos tenían amenazados”, recuerda mientras a sus espaldas el movimiento de vehículos particulares y colectivos del transporte público no cesa.
¿Amenazados? “Sí, amenazados. Si los soldados abandonaban su puesto o corrían, los iban a fusilar o los iban a mandar castigados al Chaco. Nos decían que si escapábamos, nos iban a buscar y traer recargados”, agrega.
Juan Baustista había visto de cerca varias veces al dictador. De hecho, en más de una ocasión tuvo que acompañarlo durante sus viajes de descanso a la zona de Ciudad del Este. “Llevaba mujeres y su casa estaba en la zona de Acaray. Ahí teníamos que hacer guardia, sentados detrás de árboles o arbustos. No nos tenía que ver”, cuenta.
También fue varias veces a la isla Yacyretá para acompañarlo durante sus viajes de pesca.
“No quería que se le mirara a la cara”, relata.
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El ataque al puesto 1 del Regimiento Escolta Presidencial tomó de sorpresa a Juan Carlos Almada y a los muchachos que lo acompañaban. “Apuntaron a la torre en la que yo estaba y comenzaron a disparar. Ahí ya comenzó el golpe de Estado. Nos disparaban y nosotros teníamos que dispara también, si teníamos que defendernos”, afirma.
Como si el haber recibido dos balazos en la cabeza y uno más en una de las piernas fuera poco, Juan Carlos tuvo que aguantar que los efectivos de Caballería lo llevaran y lo mantuvieran preso durante seis meses. Seis largos meses durante los cuales era sometido sistemáticamente a torturas y golpes. “Me rompieron un dedo, que se quedó deforme, y me pateaban”, cuenta.
Su abuelo y su abuela fueron los que tuvieron que buscarlo durante ese medio año, porque su madre había viajado a Buenos Aires en busca de mejores oportunidades laborales.
Cuando por fin pudo salir libre, ya comenzó a experimentar algunos problemas de la vista, aunque la ceguera total le llegaría dos años después. Y cuando perdió ese sentido, según sus propias palabras, terminó perdiendo todo.
Este nieto de un combatiente de la Guerra del Chaco soñaba con terminar sus estudios y pensaba optar por la carrera militar, pero las secuelas de los combates le terminaron por truncar esos sueños.
“Perdí todo, perdí totalmente, hasta a mi familia. Nunca pude formar una familia por culpa del golpe de Estado. Perdí mi juventud, mis ojos. ¿Qué es lo que tengo? Nada tengo. Si pudiera ver podría tal vez trabajar, podría ser de provecho para mi mamá y mi hermano que está enfermo”, dice con dolor en la voz.
Mientras conversamos con él, su madre sigue con los trabajos para cocinar el almuerzo y su hermano menor, un joven con discapacidad intelectual que toma tereré sentado y cada cierto tiempo participa en la conversación con algún grito o una risotada.
Juan Carlos vive con ellos en una casa hecha apenas de madera y alguna que otra parte de materiales. Su hogar se encuentra ubicado al borde de una zanja por la cual corren grandes cantidades de agua en los días de lluvia y pone en riesgo la estructura. “Acá viene el agua y por poco no nos ahogamos”, se lamenta.
La pobreza en la que viven es tal que hay días en los que tienen un poco de agua potable o siquiera algo para comer. Y los problemas de salud que sufre actualmente este hombre que en meses más cumplirá 45 años son numerosos, muchos derivados de los combates y torturas de 1989 y agravados, sin dudar, por la extrema pobreza.
“Todo el día lloro. Me duele la cabeza, y cuando pasa, es el ojo o las piernas. Totalmente discapacitado estoy. Mi juventud no pude aprovechar, le quebranto a mi mamá, eso sí”, asevera.
Juan Carlos vio a varios de sus compañeros morir. Algunos se abrazaban y otros murieron en sus brazos. “Llovían balas. Los que estaban ahí van a comprender, porque a los que no participaron no les importa. Los que participamos sabemos cómo fue. Algunos de los que no estaban te dicen que fue zoncera, pero no era así”, afirma.
“Si querías correr, podías correr, pero nosotros no estábamos ahí para huir. El cuartel no era para cobardes. Yo no iba a correr porque yo no soy de ese tipo de gente”, acota.
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Carlos, sintiendo que podía ser el siguiente en caer herido o muerto, aprovechó el enfrentamiento entre los que lideraban el golpe con sus camaradas del Regimiento Escolta para escabullirse al patio de una casa privada y de allí a otra vecina.
Desarmado, asustado y escuchando a sus camaradas llorando mientras agonizaban, Carlos pasó toda la madrugada allí, hasta que a primeras horas de la mañana escuchó la voz del Gral. Lino César Oviedo pidiendo la rendición de los soldados del Regimiento Escolta Presidencial, diciéndoles que ellos no tenían la culpa pues solo habían cumplido órdenes.
Ahí, Carlos se despojó de su uniforme y, vestido apenas con un short y una remera blancos, caminó sin rumbo y rodeado por el miedo porque seguía sin entender lo que estaba pasando. Terminó caminando hasta su casa en Atyrá, a 60 kilómetros de Asunción y donde encontró a su madre llorando porque le habían dicho que él era uno de los muertos. “Mi mamá se puso a llorar de felicidad y me abrazó”, rememora.
Cuando se volvió a presentar al Regimiento Escolta para cumplir con lo que faltaba de su servicio militar, escuchó cómo pasaban la lista de caídos y lo volvían a nombrar como uno de ellos.
Una semana después del golpe, los militares llevaron a su madre un cajón cerrado diciéndole que adentro estaba el cuerpo de su hijo. Cuando ella les dijo que había visto vivo a Carlos, pensaron que estaba desvariando.
El error fue tal que hasta compraron un terreno y construyeron una casa en Atyrá con la intención de entregársela a la mamá de Carlos, aunque ella nunca la tomó pues su hijo no había fallecido.
Hasta hoy, su nombre sigue en la lista de caídos de febrero de 1989 que está en una placa colgada en el Panteón de los Héroes.
“¿Valió la pena?”, le pregunto.
“Creo que no. Hace 28 años que seguimos luchando y el Gobierno nunca se acordó de nosotros. Hay muchos camaradas que quedaron con secuelas, quedaron ciegos o postrados en camas, otros recorren las calles porque no se quedaron bien mentalmente”, responde.
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“’Yo servía a mi Patria’ es lo que me solía repetir a mí mismo, pero nadie me hace caso. No me dieron una casa, sí estoy enfermo, estoy de balde, porque soy pobre. No tengo para defenderme. No le tengo a mi papá. Me quedé con mi mamá y ella tiene que esforzarse porque tengo un hermano que no está bien. Si ella no trabaja, no tenemos para el pan de cada día”, se lamenta Juan Carlos Almada.
Sus retinas quedaron prácticamente destrozadas como consecuencias de las balas y los golpes que recibió en la cabeza. Llegaron a operarlo, pero la falta de tecnología en aquellos días no ayudó demasiado y le dijeron que podía intentar ir a Cuba o China para mejores cirugías, pero son alternativas que para su condición económica son imposibles.
Claro que le gustaría volver a intentar alguna cirugía que le permita recuperar la vista, pero eso es algo muy lejano por ahora. Por ahora, pide que el Gobierno le ayude a conseguir una vivienda digna y alguna pensión para subsistir.
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“Para nosotros, la única alternativa era cumplir órdenes. Éramos niños soldados y teníamos que cumplir sí o sí con el servicio militar”, manifiesta Carlos. En ellos no estaba el reflexionar si el gobierno de Stroessner era bueno o no, porque no tenían más opciones que cumplir con la disposición.
“¿Ustedes se consideran stronistas?”, le insisto para tratar de despejar todo tipo de dudas.
“No, no, no. Fuimos soldados llamados en esa época por el ejército. Era obligatorio ir al cuartel en esa época”, aclara otra vez
“No tenías opción”.
“No teníamos opción”, asevera.
“Antes íbamos al cuartel porque sí o sí teníamos que ir. Si no te ibas y ya tenías la edad, lo mismo te llevaban. No importaba si eras más viejo de la edad, porque hasta los 50 años te podían llevar al cuartel. Me convenía más ir temprano, no iba a estar esperando si lo mismo me iban a llevar. Antes venían y te alzaban en camionetas o camiones para llevarte”, cuenta a su vez Juan Carlos Almada.
Y una vez allí, no queda alternativa más que cumplir con las órdenes. “Tenías que cumplir la orden, lo que el superior te decía tenías que cumplir. No podías desobedecer”, agrega Juan Carlos.
“Nosotros teníamos que cumplir órdenes y no podíamos huir nomás. Si corríamos, nos iban a llevar castigados al Chaco o al calabozo”, afirma Juan Bautista.
“Pekyhyje kuri peë? (¿Tenían miedo?)”, le pregunto.
“Rokyhyje (Teníamos miedo)”, dice sin dar vueltas.
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“Dios me permitió verle otra vez a mi mamá, pero dos años más tarde ya no le pude ver a nadie. A mis hermanos menores ya no les pude ver”, termina diciendo Juan Carlos. En ese momento, su cara se desfigura y la voz se le quiebra.
A casi tres décadas, sigue sin existir una cifra exacta del número de niños soldados muertos durante la noche de la Candelaria y la madrugada del día de San Blas. Estos olvidados del golpe de Estado piden que las autoridades los escuchen y ayuden a quienes quedaron con graves secuelas tras aquellas jornadas.
juan.lezcano@abc.com.py - @juankilezcano