La lucha de una mujer (II)

Guillermina Kanonnikoff era aún una joven estudiante cuando se enfrentó a los terrores de la dictadura militar. Con veintitantos y cargando un niño en su vientre, tuvo que luchar por seguir adelante luego de que le arrebataran a su marido.

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Cuando vio a su marido saliendo por tercera vez de las torturas, Guillermina no se imaginaba que esa sería la última vez que vería con vida a Mario Schaerer Prono, con quien se había casado dos años antes y con quien esperaban a su primer hijo. Iba arrastrado, ya no podía caminar por su propia cuenta y dos policías tenían que llevarlo hasta la celda en la que estaban todos los hombres que estaban recluidos en el temido Departamento de Investigaciones de la Policía.

Lea aquí: La lucha de una mujer (I)

Mientras ella luchaba por mantener con vida al pequeño que llevaba en su vientre y cuya vida parecía apagarse debido a los golpes y patadas que le propinaron los miembros de la fuerza del orden; él era golpeado, vejado, humillado y torturado hasta que un golpe final con una barra de hierro en la nuca terminó apagando su vida.

Casi cuatro décadas después, Guillermina es capaz de recordar todo con impresionante precisión. Lugares, rostros, nombres, sensaciones y hasta olores se agolpan en su memoria durante las casi dos horas que duró nuestra conversación.

Pero Guillermina no era la única embarazada del grupo que tuvo que aguantar la dolorosa situación y luchar por mantener con vida a su hijo. Su compañera y amiga, Estelita Rojas de Abente, quien había sido detenido el mismo día que ella y llevaba un mes más de embarazo, se sentía muy incómoda, muy mal.

Guillermina dormía al lado de su suegra, en el duro piso de una celda en la que estaban diez mujeres.

- “¿Qué te pasa?”, le preguntaron a Estela.

- “Me siento mal”, respondió ella, visiblemente afectada.

- “Parate”, le volvieron a decir.

Apenas se puso de pie, un líquido verde cual aguacate cayó por sus piernas, cubrieron las medias celestes que llevaba puestas.

Todas las que se encontraban en la celda se desesperaron. Llamaron al oficial Néstor Alvarenga, quien se encontraba de guardia y estaba medio adormilado en un rincón.

- “A Estela se le rompió la bolsa”, le dijo Guillermina, casi saltando contra él para que se desperezara.

En el pasillo estaba un médico de apellido Mingo, hermano de José Mingo, dirigente del Partido Febrerista; quien les dijo que Estela estaba con sufrimiento fetal y corría gran riesgo de perder a la criatura, por lo que tenían que llevarla de inmediato a algún hospital.

No había camillas en el lugar, así que tuvieron que improvisar. Utilizando una frazada, Estelita fue llevada por varios hombres que la alzaron a un vehículo y tuvo su bebé en el Policlínico policial.

Esa misma noche recogieron a todas las mujeres y las alzaron en una combi roja, totalmente cerrada que tenía dos celdas adentro. Era una de las famosas “caperucitas”, a bordo de la cual todas las prisioneras viajaban como sardinas.

Fueron llevadas a la Comisaría 1ª, donde ya les esperaba el comisario Galeano, acompañado por un pelotón de oficiales armados con ametralladoras. Enorme recibimiento para un grupo de mujeres desarmadas.

Las 52 prisioneras fueron divididas en dos celdas; en la primera estaban 33 mujeres con varios niños; y en la otra, 19. “Eran muy pequeñas, dormíamos hacinadas en el piso”, relata Guillermina 38 años después, sentada en la sala de su casa.

No pasaba un día sin que las mujeres escucharan como el comisario arengaba a su oficiales, diciendo que todas las que estaban en las celdas eran peligrosas criminales y que tenían que tener absoluto cuidado con ellas.

Estuvieron recluidas en el lugar unos cuatro meses y los policías se dieron cuenta de que la realidad era completamente diferente.

Un día lluvioso y de mucho frío, era tal vez junio, una señora de edad se encargó de preparar para sus compañeras de celda buñuelos de banana y cocidos para ayudarlas a entrar en calor.

Guillermina y Teresa Aguilera, una de las “peligrosas” prisioneras, llamaron al oficial de guardia para convidarle con lo que habían preparado. Teresa le pasó algunos buñuelos, al tiempo que Guillermina le servía el cocido. Como el oficial tenía en su mano un fúsil, no tuvo mejor que idea que pasárselo a Teresa para que lo sostuviera mientras que comía.

- “¿Vos te das cuenta lo que estás haciendo? ¿Qué va a pasar contigo si en este momento llega a pasar un compañero o superior tuyo? Te vas a ir al calabozo”, le dijeron las mujeres mientras lo miraban atónito.

- “¿Por qué?”, preguntó el confundido oficial

- “¿No ves en la mano de quien está tu fusil? Anda poné ahí tu buñuelo y tu cocido”, le dijeron.

El oficial hizo caso enseguida. En realidad no eran las peligrosas criminales de las que les habían hablado a los efectivos de la Comisaría y ellos se habían dado cuenta.

Guillermina decidió que no tendría a su bebé en el Policlínico Policial. Tenía miedo de que mataran al pequeño o lo hicieran desaparecer apenas al nacer, como ocurría en Argentina. Entre las reclusas había tres estudiantes de medicina y una comadrona que había asistido en el parto a sus vecinas en Misiones. Estaba decidida a tener parto normal y se lo contó a su padre.

Desesperado, el padre de Guillermina se lo contó al comisario, quien entró en pánico. Responder por dos muertes más, entre ellas la de un recién nacido, no sería muy agradable.

Era el 2 de julio cuando las mujeres bajaron a la cancha que tenía la Comisaría. Iban a festejar el cumpleaños de una de sus compañeras. Era una de esas tantas distracciones que buscaban realizar de vez en cuando.

Mientras bajaban, Guillermina fue prácticamente secuestrada. La llevaron arrastrada a una camioneta y la trasladaron hasta el Policlínico Policial, donde fue encerrada en una celda del tercer piso.

Cerca del mediodía llegó un obstetra que le anunció que su hijo estaba muy bien encajado. Ya en horas de la tarde apareció un médico petiso, morocho, rechoncho, que llevaba puesta una cofia cuadrada en la cabeza. La miraba con cara de asco, cuando soltó las palabras: “Usted mañana será intervenida”. Incluso cuando las repite hoy, Guillermina se estremece.

Se acababa de dar cuenta que le iban a realizar una cesárea, que iba a quedar en estado de total indefensión porque la sedarían. No pudo dormir en toda la noche, y a medida que sentía las contracciones se sentaba en el borde de la cama y apretaba a Manuel, así se llamaría su hijo; lo apretaba, para ayudarle a salir. Quería tener la certeza de ver vivo a su hijo y después pedir auxilio.

Estaba aterrorizada, sola y en manos de aquellos que la tenían prisionera desde hacía casi cuatro meses.

En la mañana siguiente, la llevaron a un quirófano y la anestesiaron. Despertó después de varias horas, no había visto a absolutamente nadie en todo ese proceso. El último en quedarse con ella fue un pediatra, que se portó muy bien con ella en todo momento.

Guillermina recuerda que trataba de despertarle, dándole suaves golpes en la mejilla. “No sentía como que fuera tortura, sino que simplemente estaba tratando de hacerme reaccionar”, afirma ella.

Ese médico era diferente a los otros en cuanto al trato que le habían dado. Guillermina le preguntó qué había tenido.

- “Un varón, un hermoso varón, Guillermina”, le respondió el médico.

Enseguida pidió que le llevaran a su hijo. Cuando le dijeron que no, que debía esperar algunas horas más, empezó a gritar, a hacer escándalo. Hasta hoy está segura que la habrán llegado a escuchar a unas diez cuadras a la redonda. Tiraba todo lo que encontraba contra la puerta.

- “Me voy a quitar todo esto”, amenazaba mientras señalaba el suero y los medicamentos que le habían puesto. “Quiero ver a mi hijo ahora mismo”.

Cuando le llevaron a su pequeño hijo, a su Manuel, enseguida lo reconoció como hijo de Mario porque tenía facciones muy parecidas a las de su padre.

Era su hijo y no otro, como llegó a temer.

Permaneció encerrada en el Policlínico durante 22 días, hasta que amenazó con una huelga de hambre. Comenzó a rechazar la comida que sus padres le llevaban todos los días y tomaba solo agua para poder dar de mamar al pequeño Manuel.

El 22 de julio la llevaron de vuelta a la comisaría.

Cuando llegó, Guillermina se encontró con que todas las chicas estaban llorando. No entendía bien lo que pasaba, estaba segura de que era por la emoción del reencuentro; por volverla a ver con vida.

Pero el destino le tenía deparada una cruda verdad. Sus compañeras ya sabían que Guillermina era viuda, que el pequeño Manuel había nacido huérfano porque su padre había sido brutalmente asesinado 24 horas después de haber sido detenido. Enseguida se encontró con una prima y su hermana. Esta misma noche, su padre se encargó de darle la noticia

La ira se apoderó de Guillermina.

Gritó, insultó a los policías, al comisario. Gritó todo lo que pudo mientras las lágrimas y el dolor se abrían paso.

Mario había sido asesinado el 6 de abril.

Raúl Montedomecq, con quien Guillermina se casaría tiempo después, llegó a ver cuando sacaban a Mario de la última de las inmersiones por las que le hicieron pasar en la pileta. Mario seguía vivo y Raúl reconoció a Juan Martínez entre los que se ensañaron con él porque seguía sin delatar a ninguno de sus compañeros, seguía cumpliendo su promesa.

El golpe final para Mario fue propinado en la nuca, con una barra de hierro del grillete que tenía en los pies.

Eran cerca de las 06:00 de aquel 6 de abril cuando en Investigaciones escucharon el chirriar de las ruedas de una camioneta. Llevaron a Mario al Policlínico, pero ya estaba muerto.

Guillermina se enteró a través de su padre de los rastros que dejó la brutalidad en todo el cuerpo de Mario. Tenía las uñas de los diez dedos levantadas, tenía dos torniquetes con dos agujeros a la altura de las sienes, sus piernas estaban llenas de agujeros por las picanas y sus testículos estaban ennegrecidos.

Tenía el cuerpo totalmente lacerado.

“Su espalda parecía la espalda de un camello”, le relató su padre. Estaba totalmente golpeada, amoretonada y con ondulaciones. Tenía un corte en la nuca, donde la sangre seguía pegoteada.

La última vez que Guillermina vio a Mario, esa oportunidad en la que era llevado a rastras por dos oficiales, ya estaba con la boca rota y hematomas por todo el cuerpo.

La versión dada a conocer por el gobierno de Alfredo Stroessner era que Mario Schaerer Prono había sido dado de baja durante un enfrentamiento. Fue por ello que en aquella madrugada en la que fueron detenidos, la Policía decidió rociar con balas la casa del matrimonio casi media hora después de que los llevaron. Llegaron a decir que Mario nunca llegó a Investigaciones.

Pero todos los testigos coincidían en lo mismo y las monjas del Colegio San Cristóbal dijeron no entender el motivo de la balacera en la casa de Mario y Guillermina minutos después de que ellos ya habían sido arrestados.

Incluso antes de la aparición del Archivo del Terror, ya se consiguió la primera sentencia contra los responsables del crimen, dada a conocer en mayo de 1992. Condenaron a Juan Martínez, Lucilo Benítez, alias “Kururú Piré”; Camilo Almada Morel, quien se hacía llamar “Sapriza”; Pastor Coronel, Brítez Borge. Alfredo Stroessner y Sabino Augusto Montanaro se libraron porque habían huido del país.

A Montanaro le volvieron a abrir otra vez la querella cuando regresó después de 20 años, en 2009. “Por lo menos una noche entró a Tacumbú por este caso”, puntualiza Guillermina.

Guillermina siguió presa en la Comisaría 1ª durante varios meses más.

El 6 de setiembre de 1976 fue trasladada hasta el penal de alta seguridad de Emboscada.

Guillermina formó parte del primer grupo de pobladores y en cuestión de horas el penal ya estaba repleto. En aquel entonces, las mujeres estaban ubicadas en el lado derecho del panel y los hombres, a la izquierda.

Quedó recluida ahí hasta el 9 de noviembre de 1977, pero con varias idas y venidas; fundamentalmente por la descompensaciones que sufría su pequeño hijo, quien estuvo a punto de perder la vida en varias oportunidades debido las condiciones inhumanas, el hacinamiento y la falta de higiene. El agua que debían beber era sacada de un río que corría a algunos metros del lugar, cargada en un tambor que solía ser utilizado para guardar combustible y trasvasada a un tanque de cemento que estaba en medio del patio.

Los prisioneros tenían que surtirse de allí.

Manuel tenía apenas dos meses y con tan poco tiempo de vida tuvo que acompañar a su madre en el encierro de una pequeña celda, de dos por tres, y sin ventana alguna. En la pequeña habitación había ocho mujeres y dos bebés, Manuel y el hijo de Teresa Aguilera.

En ese tiempo en prisión, Guillermina llegó a dar de mamar a tres niños.

En la habitación no había ventilación alguna. Tenían puertas de una seguridad tremenda, hechas con madera de lapacho y con unos 20 centímetros de grosor; y unas barras de hierro con la que cerraban desde afuera. Tenían unas pequeñas puertas por donde cabía solo una cara.

Los primeros tres meses estuvieron encerrados, sin contar siquiera con un baño; algo que se habilitaría tiempo después y donde para darse una ducha, los prisioneros debían cargar agua en un jarrito y hacer que sobrara.

“A Manuel casi lo perdí”, recuerda. En una oportunidad tuvieron que permanecer durante tres meses en el Policlínico Polcial debido a una grave infección que afectaba las vías urinarias del pequeño niño.

Manuel llegó con dos meses y salió con un año y cuatro meses de edad. Cuando abandonaron el penal, ya caminaba y hablaba. La primera palabra que dijo fue “Papapo”. Es que en la celda había en las que estaban había mucha agua durante los días de lluvia y había que poner tablones para llegar al patio. El pequeño niño repetía “papapo, papapo” para pedir que le calzaran el zapato y así pudiera salir a jugar con los tíos en el patio.

Las crueldades siguieron.

- “Vístase, va a salir en libertad”, le ordenaron a Guillermina en marzo de 1977. Preparó su hijo y subió a la camioneta creyendo que el calvario podría llegar a su fin.

Pero no era así.

Los llevaron a una vez más al departamento de Investigaciones para tomar declaración a Guillermina. Apenas a llegar, le presentaron a Eusebio Torres.

Manuel había vomitado todo el camino, porque el viaje era asfixiante pues tenían que soportar el ajetreo a bordo de una camioneta totalmente cerrada y por un camino tortuoso. El pequeño estaba con mucha fiebre.

Torres pretendía obligar a Guillermina, a punta de golpes y latigazos a hacerle firmar una declaración. “En primer lugar quiero un médico para mi hijo”, le exigió. El pedido fue rechazado y le dijeron que tendría acceso a atención médica recién después de que firmara los papeles, algo que ella no estaba dispuesta.

Ante esta situación, le obligaron a dejar a su hijo en la planta baja; en los brazos de Lidia Franco, quien había sido traída de Argentina. Le habían llevado unos documentos ya escritos y pretendían que los firmara, aceptando lo redactado allí como su declaración. Volvió a decir que no.

Fue entonces que la llevaron junto a Pastor Coronel, el temido jefe de la policía stronista.

Pastor Coronel parecía una cosa gigantesca en su oficina. Era un hombre grande, obeso. Estaba sentado detrás de su escritorio y alrededor habían unos 20 policías, todos armados con ametralladoras.

Cuando Guillermina fue arrojada por los pelos al medio del salón, una amplia oficina, todos hicieron su sonar sus armas al unísono, tratando de amedrentarla.

- “¡Guerrillera de mierda! ¿Qué lo que usted no va a firmar?”, se escuchó el vozarrón de aquella masa enorme sentada en el escritorio. “Usted va a firmar lo que nosotros le digamos. A usted hace rato le hubiéramos matado como le matamos a su marido”, le gritó Pastor Coronel.

En aquel momento, la sangre de Guillermina parecía hervir. Estaba descalza y consiguió pararse sobre la punta del dedo gordo del pie.

- “¡Hijo de puta!”, le gritó con todas sus fuerzas mientras le apuntaba con el dedo índice. “Si usted no me mata, yo le voy a matar a usted”.

Era la rabia la que hablaba; la impotencia ante la confesión de una autoridad que en lugar de cumplir con su deber de cuidar a la gente, había matado a cientos durante brutales sesiones de torturas. “Esas fueron las palabras más crueles que yo podría haber escuchado de una autoridad, lo único que atiné fue responderle”, reconoce Guillermina.

- “Fuera de acá”, le gritó Coronel y le tiraron por las escaleras hasta el lugar donde estaba su hijo.

Torres volvió a insistir. Guillermina había hecho dormir al pequeño Manuel cuando los policías hicieron que se encontrara con Diego Abente, a quien habían ido a buscar para tratar de que la convenciera de hablar.

- “Nenena, decí todo…decí todo. Ellos ya saben todo, no hay nada que ocultar”, le dijo Diego.

- “Yo no voy a incriminarle a nadie, no voy a firmar nunca eso”, le respondió ella.

- “Si a mí me dicen que mi abuela estaba metida, yo les voy a decir que sí porque no voy a volver a pasar por la tortura”, contestó un agobiado Diego Abente.

- “Vete vos con tu responsabilidad, yo sé lo que tengo que hacer”, le volvió a decir ella.

Finalmente, ella firmó lo que ella había declarado. La volvieron a llevar a Emboscada, de donde la dejaron salir recién en noviembre de 1977. Salieron juntos Guillermina, su hermana y el pequeño Manuel.

Un año y medio después de permanecer detenida junto a su hermana, el padre de ambas fue a una audiencia con el mismísimo dictador, Alfredo Stroessner.

- “¿Por qué tardó tanto en venir?”, le preguntó el hombre que durante 35 años se creyó dueño del destino del Paraguay.

- “Porque yo quería saber en qué estaban metidos mis hijos”, le respondió.

- “¿Y qué fue lo que descubrió? Su yerno murió un enfrentamiento”.

- “No señor, mi hijo, y usted sabe muy bien que no es cierto, murió en las torturas y usted sabe muy bien de eso”, le espetó en la cara al dictador, una osadía a la que muy pocos se atrevían.

- “¿Qué quiere que haga?”, le preguntó Stroessner.

- “Yo no vine a pedirle a ningún favor, yo no vine a decirle que la juventud más sana que tiene el país está presa en Emboscada; y usted y yo tenemos la culpa porque nosotros le dimos una sociedad corrupta de estos jóvenes. Yo no vengo a pedirle ningún favor. Acá hay Poder Judicial, procéseles y si tienen culpa que paguen”, le dijo el padre de Guillermina.

Kanonnikoff salió del despacho presidencial golpeando la puerta. Había sido siempre un hombre muy respetado. Sus padres habían huido de la dura situación por la que atravesaban en Rusia como consecuencia de la dictadura comunista y nunca se imaginaría que dos de sus hijas se revelarían contra otra dictadura.

Al salir, volvió a estudiar. Terminó los dos años que faltaban para completar su carrera universitaria y se preparó para salir del país. Durante mucho tiempo no consiguió pasaporte hasta que en una entrevista una de sus hermanas, quien había obtenido una licitación, manifestó la necesidad de conseguir no solo su pasaporte sino también el de Guillermina.

Viajó a España, donde fue a estudiar. Volvió recién en julio de 1981. Apenas pisó territorio paraguayo, la volvieron a meter presa. Todos aquellos que alguna vez pasaron por las prisiones stronistas solían regresar, más aún aquellas que habían viajado al extranjero.

Era un recordatorio de lo que estaban viviendo y una advertencia de que ni se les ocurriera levantar la cabeza.

Como si no hubiera pasado por suficientes humillaciones, una vez en libertad Guillermina tuvo que soportar ver a Eusebio Torres, uno de sus torturadores, viviendo a escasos metros de su domicilio. Solía pasar por enfrente de su casa, caminando soberbio, demostrando altivez, en un intento de desafiarla.

Cada vez que lo veía pasar, Guillermina juntaba todo el moco que tenía y escupía a su lado y le gritaba.

Guillermina hizo un esfuerzo por recordar todo lo que lo que había pasado. Ya libre, firmaba todos los documentos como Guillermina Kanonnikoff Viuda de Schaerer, era una forma de rebelarse contra todo lo que había pasado.

Estaba decidida a contar, estaba decidida a sobrevivir. No estaba en ningún momento dispuesta a bajar la cabeza. “Tenía una misión y esa misión era meterle presos todos. Mi lucha fue contra la impunidad, jamás pedí indemnización alguna”, afirma.

“Para mí es un honor ser luchadora, para mí es un honor haber pasado todo lo que pasamos, para mí es un honor haber sido la esposa de Mario Schaerer Prono, para mí es un honor tenerle a Raúl de compañero, él me ayudó a construir una familia, a seguir con nuestra utopía y con nuestra lucha”, relata.

La emoción la embarga. Su voz se corta y algunas lágrimas recorren su rostro.

“No vamos a parar hasta el último día de nuestra vida, porque eso es lo mínimo que nosotros podemos hacer cuando hay gente que prefirió morir antes que entregarle a un compatriota”, sentencia.

Es apenas una parte de la historia de la lucha de una mujer que supo pararse ante la crueldad de la tiranía y sigue luchando hasta hoy. 

juan.lezcano@abc.com.py - @juankilezcano

Fotos: Jorge Cañete, ABC Color.

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