La lucha de una mujer (I)

Guillermina Kanonnikoff es una de las miles de personas que sufrieron las atrocidades de la dictadura de Alfredo Stroessner. Aún así, ella no permite que se le considere una víctima y sigue con su lucha por justicia pese al paso de tiempo.

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Guillermina sentía que la vida de su hijo corría peligro. Los golpes y patadas que le habían propinado aquella noche, aún con sus siete meses de embarazo, estaban por hacer que su primogénito muriera.

Estaba sangrando y tenía contracciones.

El golpe más fuerte que recibió se lo había propinado un comisario de apellido Pino, quien utilizó la bota con punta de acero para patearle luego de que intentara acercarse a su esposo recién sacado de una sesión de tortura.

Su suegra le hizo acostar en el piso y levantar las piernas, mientras trataba de proteger la barriga de Guillermina. Eran apenas las primeras horas de una pesadilla que duraría mucho… demasiado tiempo y que había empezado en la madrugada de aquel 5 de abril de 1976.

Pasaron ya casi cuatro décadas desde el día en el que fue detenida de manera arbitraria por efectivos de la Policía, pero Guillermina Kanonnikoff recuerda hasta el mínimo detalle de los casi dos años en los que permaneció recluida.

Sentada en la sala de su casa, relata detalladamente el calvario por el que tuvo que pasar.

Antes de empezar la entrevista, dejó las cosas bien en claro: ella no se considera una víctima de la dictadura. “Si querés hablar con una víctima, tenés que buscar en otra parte”, me dice. Ante la sorpresa, continúa: “Yo soy una luchadora”.

Eran cerca de las 02:00 del 5 de abril de 1976. En el interior de su pequeña casa en el barrio San Cristóbal de Asunción, Mario Schaerer Prono y su esposa Guillermina Kanonnikoff, dos jóvenes de veintitantos años, dormían en uno de los dormitorios. En el otro, descansaba Juan Carlos Da Costa, un hombre de 32 años considerado por el gobierno de Alfredo Stroessner como un agitador y que luego de haber sido exiliado, había regresado de manera clandestina al país en 1974.

Aquellos tres jóvenes formaban parte de una juventud con ideales y utopías, jóvenes que desafiaban al régimen de la dictadura stronista pues estaban hartos de vivir fustigados por el miedo de no poder pensar y expresarse libremente, de que les tuvieran que decir qué leer o cómo hablar.

Esta especie de “virus” recorría gran parte del continente sudamericano, dominado en gran parte por dictaduras militares. De ideales así habían surgido en otros países organizaciones guerrilleras como los Tupamaros uruguayos, COLINA y VAR Palmares de Brasil; los Montoneros y el ERP argentinos. Era una alternativa, quizás drástica o quizás la última que había, para tratar de generar cambios en una sociedad desolada por el miedo y la corrupción.

Paraguay fue el último en llegar a esta situación. El gobierno stronista había conseguido destrozar a prácticamente todo adversario que osara levantar la voz en su contra. Pero aún así, a mediados de la década de los ’70 se comenzó a gestar la Organización Primero de Marzo (OPM) que pretendía crear una resistencia armada al gobierno, uniendo a personas de diferentes estamentos, clases sociales y formación. “Se estaba tratando de recuperar todo el descontento y la rebeldía de ese tiempo contra un sistema dictatorial con el cual no comulgábamos y no podíamos no revelarnos ante eso”, recuerda Guillermina.

La OPM era aún incipiente y Juan Carlos Da Costa era el hombre más importante en la organización.

Fue así que aquella madrugada, una turba de hombres armados irrumpió en la casa de Mario y Guillermina, que llevaban casados unos dos años. La pequeña residencia tenía dos pasillos, uno en cada costado; los desconocidos que habían llegado entre disparos y gritos, se agolparon en el de la izquierda y alumbrando el dormitorio de la pareja exigieron que los dejaran entrar.

No había orden judicial alguna, porque en aquella época no era necesaria para dar con los “rebeldes” o “comunistas”, como gustaba llamar el dictador a sus opositores.

Guillermina y Mario corrieron al otro dormitorio para advertirle a Juan Carlos sobre lo que estaba ocurriendo. Da Costa se levantó y trató de huir por la cocina, utilizando la puerta trasera. Llegó a la verja que separaba del edificio vecino, un viejo cine y mientras estaba intentando saltar, los hombres armados se habían agolpado en el pasillo derecho y comenzaron a dispararle.

Uno de ellos, consiguió herirlo.

Juan Carlos entró a la casa herido. La luz de la casa estaba apagada y la herida era mortal. Guillermina intentó sostenerlo, pero Da Costa era muy corpulento y no pudo con él. Terminó cayendo al piso, mientras emitía apenas algunos ruidos guturales.

En ese momento, escucharon un gran tumulto desde la derecha. “¡Ojejapi la ñande jefe! ¡Ojejapi la ñande jefe! (Balearon a nuestro jefe)”, se escuchó gritar a algunos de los desconocidos. El comisario Cantero había recibido un balazo de uno de sus hombres, el proyectil le perforó uno de los riñones. Entre las muchas mentiras que se dirían después, surgirían varias versiones para tratar de acusar a los ocupantes de la casa.

Guillermina se agachó para tratar de hacer algo por su amigo, pero el desenlace era inevitable. “Por el compañero ya no podemos hacer nada, corré a todo lo que puedas”, le dijo su esposo mientras le tomó de la mano.

Salieron corriendo por el patio de atrás. Mario consiguió saltar sin problema alguno el tejido de púas que los separaban de los vecinos del pozo, Guillermina cayó en un pozo de basura bastante profundo, sin embargo con toda la adrenalina del momento consiguió salir al primer intento, saltar y pasar entre tejido y tejido pese a su embarazo de siete meses.

Parte de la piel de su panza, la espalda, cabellos y hasta el cuero cabelludo quedaron por los alambres. Mario la esperaba ya al otro lado, en el terreno del vecino y saltaron juntos el alambrado que los separaba de la calle. Sin detenerse para nada, corrieron bajo la copiosa lluvia que había comenzado a caer y llegaron al local del Colegio San Critóbal, donde ambos eran profesores, para pedir refugio.

Una de las monjas, la hermana Gabi, quien en aquel entonces era directora del colegio, les abrió la puerta y los acomodó en la parte superior de la casa.

Mario había salido semidesnudo, llevaba apenas un anatómico que se rompió en la huida; mientras que Guillermina llegó con la ropa totalmente rota, pues su vestido había ido dejando retazos en los alambrados que tuvo que saltar. Las religiosas les proveyeron de ropa y atendieron sus heridas.

El pie derecho de Mario había sido rozado por una bala, cuando llegaron al colegio la herida ya ni siquiera manaba sangre, pero fue desinfectada y la cubrieron con una venda.

“Hay que avisarles a los compañeros que la Policía está detrás de nosotros, para que nadie más caiga”, le dijo Mario a Guillermina apenas terminaron de ser ubicados.

Guillermina consiguió llamar desde el colegio a la casa de los padres de Estela Rojas de Abente y decirle a una hermana de ésta que tenía que avisarles a los demás lo que estaba pasando. Pero la comunicación llegó distorsionada, pues la hermana de Estela le pasó el mensaje en francés a la madre de Diego y ella a la vez a su hijo.

Diego Abente, Miguel Ángel López Perito y Estela Rojas de Abente, sin entender del todo el mensaje se dirigieron a la casa que había sido atacada por la Policía.

Guillermina reconoció la camioneta Citroen de color celeste que llegaba a la casa, mientras observaba lo que estaba pasando desde una ventana que ofrecía una amplia vista al barrio. Apenas llegaron al lugar, los tres fueron detenidos por los policías que seguían en el lugar.

En realidad, ella seguía sin entender que era lo que había ocurrido. Veía apenas un grupo de hombres armados y las luces de algunas patrulleras que habían llegado tiempo después.

Desde esa misma ventana, Guillermina vería salir minutos después al padre Raimundo Royg, uno de los tres sacerdotes canadienses que trabajaban en el lugar, dirigirse a la comisaría luego de que las monjas le relataran lo que había ocurrido.

-“Este es el momento en el que nos están entregando”, le dijo a Mario.

Habían pasado unos 20 minutos del inicio de todo, cuando escucharon el ruido de una balacera proveniente desde su casa. No entendían que podía ser lo que estaba ocurriendo pues en el lugar ya no había nadie.

La Policía estaba tratando de cubrir lo que había ocurrido y usarían la excusa de un enfrentamiento para justificar la muerte de Juan Carlos… y otra más que llegaría unas 24 horas después.

El padre Raimundo volvió algunos minutos después. “Hemos consultado y no había nada que hacer, va a venir la Policía a buscarles. Les van a venir a buscar y nos garantizaron que su integridad será respetada”, les aseguró.

“Padre es usted un cobarde, usted hace lo que Judas con Jesús. Nosotros luchamos por una sociedad diferente, por la misma que usted lucha, tal vez por caminos diferentes, pero es la misma lucha de liberación para nuestro pueblo”, le dijo Mario que había acercado su mejilla a la del sacerdote, quien quedaría muy tocado luego de todo lo que ocurriría.

Hasta aquél momento, la Policía no tenía idea alguna de donde pudieran estar ambos porque la lluvia se había encargado de borrar todas sus huellas.

La historia podría haber sido diferente si los hubieran llevado hasta la embajada de Panamá que quedaba a unas once cuadras del lugar.

Pero eso es hablar de algo que nunca ocurrió.

Eran ya cerca de las 06:30, el sol había salido y los alumnos comenzaban a llegar al colegio, cuando llegó el comisario Chena, jefe de la Comisaría 11ª, acompañado de otros dos efectivos policiales para llevarlos.

Había comenzado a refrescar y el tiempo seguía nublado. Mario seguía semidesnudo y descalzo, por lo que uno de los policías le ofreció su perramo.

Fueron alzados a un automóvil Volkswagen tipo Brasilia, color blanco y negro. Guillermina iba sentada en el asiento delantero, mientras que Mario iba atrás, rodeado por dos efectivos policiales. En principio, el comisario tenía intenciones de llevarlos al Policlínico Policial; sin embargo por el camino cambió drásticamente de parecer y los llevó directo al departamento de Investigaciones, esa dependencia de la Policía en la que cientos de paraguayos habían perdido la vida y sufrido las más atroces torturas.

“¿Y cómo es que ustedes se metieron en esto?”, irrumpió la voz del comisario en medio del silencio en el que habían viajado hasta ese momento.

El Brasilia circulaba por la avenida Mariscal López y había alcanzado la zona del cementerio de la Recoleta.

En ese momento, Guillermina sintió que su marido le tocaba la espalda, con la intención de que prestara atención. “Y bueno, esto es responsabilidad de Miguel Sanmartí”, le respondió para el asombro de su esposa, pues el sacerdote jesuita al que hacía referencia llevaba tiempo viviendo en Barcelona.

Mario era consciente de que pasarían momentos muy duros y no estaba dispuesto a que los stronistas consiguieran lo que querían durante las sesiones de tortura: más nombres para incriminar y torturar más gente.

Una vez frente a la puerta de acceso a Investigaciones, Mario y Guillermina se abrazaron y se dieron un beso frente a los efectivos policiales apostados en el lugar, que no dudaron en descerrajar sus armas, listos para disparar. “Déjenlos”, advirtió imperativo Chena.

Se dieron un beso y después los separaron, tirándolos a lados opuestos.

El comisario Pino fue uno de los encargados de darle la “bienvenida” a Guillermina, acompañado por un oficial de nombre Esteban Álvares, un hombre de mediana edad, bajo, delgado y con poco cabello. Probablemente no llegaba siquiera a los 30 años.

Pino se encargó de meter a empujones a Guillermina a una sala atestada de detenidos. Utilizando la pesada bota con punta de hierro, le propinó varias patadas y la terminó arrojando contra una pared.

Mientras yacía aún en el piso tras los primeros golpes, Guillermina vio como al otro lado de la habitación su marido sufría la misma suerte. En la antesala de la sección política, entre la muchedumbre de detenidos, pudo reconocer a Estela Rojas…lo que significaba que también Diego Abente y Miguel López Perito habían sido detenidos. Estelita, su compañera en la carrera de psicopedagogía en la Universidad Católica, fue puesta boca abajo, acostada sobre un vientre de ocho meses. Otro rostro conocido era el de Aníbal Franco, otro estudiante de la Universidad Católica.

La mañana había avanzado bastante, cuando Guillermina comenzó a cruzarse con la crueldad en su más salvaje estado. Eran cerca de las 10:00 y vio llegar a Carlos Fontclara, totalmente lacerado y atado cual salame con un piolín, de esos que se suelen utilizar para la pesca. Lo más probable es que lo hubieran detenido mientras se bañaba en la piscina pues vestía apenas un short y en sus manos llevaba un pantalón vaquero. Fontclara estaba todo cortado, producto de los golpes con sable que le habían propinado. Esta no sería la última vez que la joven estudiante se topara con una situación así. En una de las noches de su reclusión llegó a ver a un muchacho llamado Santiago Rolón, al que también habían golpeado con sable pero con una brutalidad tal que la remera que llevaba puesta se terminó incrustando en los cortes que tenía en todo el cuerpo.

Cuando le sacaron la remera, Santiago fue prácticamente despellejado vivo. “Un salvajismo que no puedo describirte”, afirma.

El matrimonio había jurado antes de ser detenidos que de su boca no saldría dato alguno que permitiera la detención de nadie. Ambos cumplirían. Algo que a Mario a le costaría la vida, no solo por su silencio sino porque fue confundido con alguien más.

Guillermina fue torturada ya desde la primera noche, luego de que otro prisionero la mencionara mientras era torturada. Para zafar y permitir que sus compañeros buscaran donde refugiarse, dio datos falsos.

Los días fueron de terror para la joven de 22 años. No hubo uno solo día en el que no sufriera o presenciara al menos torturas. Todos los días, a las 23:30, los pasillos de los calabozos de Investigaciones se inundaban con dos canciones: Cucurrucucú Paloma de Julio Iglesias y Chiquitita de Abba. Eran el anuncio del desfile de torturados que pasaría instante después delante de sus ojos.

Ha pasado el tiempo. Hasta hoy, no tolera escuchar esas dos músicas.

Nadie se salvaba de la brutalidad de las torturas, ni siquiera las mujeres; si bien la bestialidad y medidas extremas como la pileteada eran destinadas fundamentalmente a los varones.

Los golpes que recibió en la primera jornada le hicieron temer por la vida del pequeño niño que cargaba en su vientre. Todo lo que había sufrido había provocado que sufriera sangrados y contracciones. El golpe más fuerte fue el que se le propinó cuando intentó a acercarse a Mario, a quien lo hicieron pasar frente a ella luego de una sesión de tortura. En aquel momento, ya estaba acompañada por su suegra, quien había llegado desesperada para ver qué había pasado con sus hijos y fue retenida bajo la acusación de que llevaba una carta para el joven detenido.

La tuvieron tres meses detenidas, quizás porque no sabían que hacer luego de lo que se terminaría perpetrando durante aquella noche.

En todos los días que estuvo presa en Investigaciones, Guillermina fue testigo del cotidiano desfile de torturados en condiciones deleznables. “No amanecen vivos”, se repetía. La imagen de Miguel Ángel López Perito con un hilo de sangre saliendo de su oído derecho. Los prisioneros no solo eran sumergidos en piletas, sino que además sufrían que los torturadores intentaran reventarle los oídos: mientras uno los sujetaba de las piernas, otro trataba de meterles agua en los oídos.

Ya en la primera noche sintió que la vida de su pequeño hijo corría peligro.  La madre de Mario le tapó el vientre con un mapa del Paraguay que había encontrado en el lugar y le ordenó que levantara las piernas. Nadie se preocupada por su situación, por lo que ellas debían arreglárselas.

A lo largo de aquel día, Guillermina pudo ver a Mario en solo tres ocasiones, todas ellas mientras era sacado de sesiones de tortura. La primera oportunidad, seguía caminando por sus propios medios; pero para la tercera pasada, debió ser arrastrado por dos policías. Guillermina y su suegra gritaron al ver aquella imagen, por lo que una vez más fueron garroteadas.

Lo que no sabía Guillermina era que esa sería la última oportunidad en la que vería a Mario vivo. De hecho, de ello se enteraría recién varios meses después. (Continuará).

Fotos: Jorge Cañete, ABC Color.

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