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En un país como el nuestro, donde el acceso a internet incluso en el año 2017 sigue siendo solo parcial y cuyo mercado cinematográfico es, por usar un término diplomático, limitado – aunque con los ocasionales, y últimamente más frecuentes pasos de bebé en la dirección correcta – nuestra dieta está aún mayormente limitada a Hollywood. No es que haya algo malo con Hollywood en sí, y ahora aquellos que cuentan con acceso a la red tienen todo tipo de opciones – algunas legales y otras no tanto – para ampliar su panorama fílmico.
Pero no nos engañemos, aún vivimos con una dieta saturada del cine norteamericano, y en ciertos géneros eso puede ser especialmente limitante. Por ejemplo, el de animación, una forma de arte que en occidente ha tenido una imagen tradicional de simple entretenimiento para niños. “Dibujitos” para mantener ocupados a los pequeños.
Por supuesto, esa opinión generalizada ha ido cambiando a medida que el acceso a filmes y series animadas de calidad se ha hecho más sencillo, y se ha comenzado a reconocer los esfuerzos de los realizadores por contar películas que sí son entretenimiento para niños, pero que se esfuerzan por contar historias desafiantes y cautivadoras para todas las edades.
Y los filmes más importantes a la hora de elevar la vara del cine animado, más relevantes quizá gracias a su alcance mundial facilitado por la maquinaria de Disney, son las películas del estudio Pixar.
Desde su largometraje debut de 1995 Toy Story, este estudio ha lanzado una cantidad insólita de filmes extraordinarios, forjando una reputación dorada y armándose una de las filmografías más desproporcionadamente cargadas de clásicos que cualquier estudio puede ostentar.
Tratando de determinar qué hace de los filmes de Pixar algo tan exitoso, artística y comercialmente, es difícil no caer en una idea demasiado gastada: son filmes que conectan. Películas hechas con sensibilidades norteamericanas pero que exploran ideas y conceptos lo suficientmente universales para conectar igual de bien con un niño de Paraguay de tal forma que 20 años después uno de esos niños se sorprende a sí mismo dándoles la misma importancia que les daba en 1999 cuando el mundo parecía detenerse para que vaya a ver Toy Story 2 en el cine.
Si los filmes de Pixar tienen algo particular en común es que son, en distintas medidas, sobre lo más universal que uno pueda concebir: el paso del tiempo, sobre crecer y ver el mundo cambiar, y a uno mismo cambiar igual que él, pero no siempre en armonía con él.
Eso está en el corazón de al menos la mitad de la primera Toy Story, en la que el vaquero de juguete Woody se deja llevar a cometer lo que básicamente es el equivalente de un crímen para los juguetes ante la idea de considerarse obsoleto con la llegada de un lustroso y emocionante nuevo juguete que parece robarse la atención y el afecto de su adorado Andy. Buzz, el nuevo juguete, por otro lado, se enfrenta a su propia crisis existencial, incapaz de aceptar que es un juguete en vez de un verdadero comando espacial.
Es incluso más explícito y urgente en la milagrosa Toy Story 2 – en serio, les recomiendo leer sobre la historia de la producción de esta película, es un fascinante relato de cómo una obra maestra puede salir incluso de las circunstancias más desfavorables -, que tiene como conflicto central el hecho de que los juguetes, paradojicamente, podrán ser inmortales, pero a falta del espectro de envejecer y morir se enfrentan al miedo existencial del abandono cuando sus niños crecen y acaban tirándolos, perdiéndolos o confinándolos a alguna caja para ser olvidados.
Por una serie de accidentes, Woody acaba en manos de un coleccionista de juguetes, la última pieza de una colección que incluye también a Jesse, una vaquera traumatizada por haber sido abandonada, y Pete, inmaculado dentro de su caja pero sin propósito. Woody se ve en una encrucijada cuando se entera de que el coleccionista planea verderlo a él y los demás a un museo, para ser preservado para siempre, eternamente objeto de admiración pero estéril detrás de un vidrio, incapaz de cumplir con lo que para él es el propósito de un juguete: hacer feliz a un niño.
Estos temas se repiten en Toy Story 3, que tiene a un villano definido por el abandono sufrido y encuentra a nuestros héroes viendo cómo su Andy, ya adulto, se prepara para ir a la universidad y terminar de dejarlos en el pasado. Un filme que pone un punto final tan apropiado para el dilema existencial que Woody y compañía enfrentan, que cuesta imaginar qué planea Pixar para Toy Story 4.
En uno de los momentos más icónicos de Los Increíbles, encontramos a Bob Parr, ex Mr. Increíble, encerrado en su estudio mirando un muro lleno de recuerdos de sus días de gloria como uno de los más famosos superhéroes del mundo, y su añoranza por esa vieja vida es lo que lo lanza a él y a su familia en la aventura central del filme, contra una figura tan obsesionada por lo ocurrido en los viejos días como él mismo. En Cars, cuya tercera parte se estrenó esta semana, el protagonista Rayo McQueen se encuentra varado en un pueblo que parece congelado en el tiempo, la imagen de unos Estados Unidos idealizados pero dejados atrás.
El viaje de Marlin, el protagonista de Buscando a Nemo, es tanto sobre encontrar a su hijo perdido como intentar superar el trauma de la tragedia que lo dejó viudo y lo convirtió en un asfixiante sobreprotector de lo único que le quedaba en el mundo. Las emociones personificadas de Intensa-Mente luchan por devolverle la felicidad a Riley, una niña que acaba de dejar atrás el hogar y los amigos de toda su vida al mudarse con su familia a una nueva ciudad.
Up – que, dicho sea de paso, hubiera merecido aquél Óscar a la mejor película en 2010 – condensa toda una vida de belleza y tragedia en esa titánica introducción y luego pone a su protagonista, el viejo y amargado Carl, en un viaje en que intenta cuplir de forma póstuma el sueño de su esposa Ellie literalmente llevandose consigo la casa en la que vivieron juntos, y a la que habla como si fuera la propia Ellie; un viaje fantástico que acaba enfrentándolo a una persona que tampoco puede escapar del pasado, y que acaba enseñándole a seguir con su vida.
Si todo eso que acaba de leer suena como lo más deprimente del mundo, sepa que no es así. Estos filmes al final son sobre esperanza, sobre la importancia de nunca perder contacto con la inocencia del pasado; el “villano” de Ratatouille es “vencido” cuando el héroe, la rata cocinera Remy, básicamente encuentra la forma de reconectarlo con su niñez, en Intensa-Mente Alegría falla en intentar animar a un amigo imaginario devastado hasta que Tristeza le hace sentir mejor simplemente sentándose a su lado y ofreciéndole un hombro sobre el cual llorar y desahogarse.
Son películas sobre cómo está bien e incluso es saludable sentir nostalgia e incluso tristeza por lo que fue y ya no es. Son películas sobre crecer, sobre lo dulce y lo amargo, sobre saber cambiar sin olvidar, sobre aprender del pasado en vez de atarse a él. ¿Qué puede ser más universal que eso? ¿Y cómo no celebrar que los realizadores tengan el respeto por su público para tratar con ellos conceptos tan profundos de una forma tan accesible?