Un oficio al filo del olvido

El oficio de afilar cuchillos y tijeras es un trabajo ya olvidado por muchos, desconocido por otros y escasamente ejercido en la actualidad. Sin embargo, para don Crescencio, a sus 72 años, está más vigente que nunca, porque le sigue dando de comer.

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Afiladores de cuchillos eran hombres que recorrían no solo las calles de Asunción sino de otras ciudades latinoamericanas para devolverle la funcionalidad de cortar a objetos como machetes y tijeras. Ahora ya muy pocos los identifican pero sigue en la memoria un tanto empolvada de otras generaciones que usufructuaron con frecuencia dichos servicios.

Don Crescencio Martínez es una de aquellas figuras cotidianas que para muchos pasan desapercibidas en las inmediaciones del microcentro capitalino. A sus 72 años se levanta todos los días antes de que despunte el sol en el horizonte. Prepara su mate para saborearlo durante las tranquilas primeras horas de la mañana y a las 06:00 emprende camino desde Capiatá hasta Asunción para ejercer su oficio de afilador de cuchillos.

Lleva 45 años trabajando en ese rubro, casi la misma edad de su máquina que funciona de manera eléctrica y a pedal. Cuenta que luego de mucho pensar cómo ganar más dinero ideó la estructura requerida con ruedas de bicicleta y una pieza cilíndrica de metal; posteriormente solicitó la ayuda de un herrero para concretar la afiladora.

Con la piel curtida por el sol y pliegues en las manos acentuados por el paso de los años, don Crescencio empuja la máquina como un carrito sobre las veredas asuncenas. Sus pies se deslizan calzados en unas zapatillas, cuyo aspecto evidencian su laborioso andar cotidiano; lleva un pantalón de vestir, partícipe del trabajo diario que lo fue gastando, una remera y el quepis que le protege el rostro del intenso sol.

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Tiene los ojos claros, un semblante tranquilo y buen sentido del humor. Sonríe mientras cuenta que en el '72 -cuando empezó con la tarea de afilar cuchillos y tijeras-, mientras la gente lograba ganar G. 30 por día, él juntaba G. 500.

Ahora vive solo, pero no siempre ha sido así; estuvo casado dos veces: la primera, se divorció y la segunda, quedó viudo. De ambos matrimonios, en total tuvo 11 hijos, de los cuales -cuenta- algunos están por España, Buenos Aires y Chile. Con este oficio de afilador ha salido adelante y mantenido a su familia.

Don Crescencio relata que en alguna época hizo la labor de ayudante de albañil y aprendió bastante, razón por la cual ahora en las tardes se dedica a seguir construyendo una piecita más para su casa. “Estoy hasta las 15:00 por ahí en los alrededores, cuando alcanzo mi meta diaria, me voy ya”, declara.

No le gusta tanto la albañilería porque es un trabajo mucho más pesado. “Solo con trabajar (en albañilería) me canso, pero este oficio no; este es liviano para llevar”, afirma mientras señala a su compañera diaria, la máquina de afilar.

En el ámbito laboral -confiesa- tiene alrededor de 15 clientes fieles y el resto “son como aguacero: un día sí, otro no”, dice mientras deja ver sus dientes con bastante gracia.

En medio de la nota, llega una de sus clientes para solicitarle que afilara la tijera que utiliza para cortar el cabello en su peluquería. “Así estoy todos los días”, refiere don Crescencio, a lo que agrega que siempre sus clientes lo buscan y esperan.

Mientras afila la herramienta, el experimentado hombre vierte toda su concentración en el quehacer que despide rítmicamente unas chispitas ante el choque del metal, que busca volver más preciso, y la rueda, que le dará tal precisión con sus vueltas.

 

El elemento es viejo, pero se puede arreglar, señala; entonces saca todas sus demás herramientas de una cajita de madera vieja, donde tiene martillos, pinzas y lijas, para los ajustes que requieren los utensilios.

Tiene atado un retazo de tela bien sujeto a su máquina, cuya función es comprobar que el trabajo está hecho correctamente. Si la tijera corta de una vez, queda contento; si no, pone en marcha de nuevo el artefacto. Añade a esto, que todo tiene una técnica “secreta”, que no cualquiera puede saber, la cual le fue revelada a él con el constante hacer y deshacer del oficio.

Tela atada a la máquina.
Tela atada a la máquina.

“No podemos tirar todo lo que es viejo, o sino vamos tirarnos a nosotros mismos”, bromea al tiempo que resalta la importancia de recuperar y poner en buen estado los objetos a pesar de sus años, rechazando la cultura actual de tirar y simplemente reemplazar lo que ya no funciona.

Admite que no le gusta el invierno; las calles frías no son agradables para sus años, mientras el calor es más bienvenido para él. “Ya estoy acostumbrado a andar bajo el sol, ya no siento tanto”, agrega. Esto, en referencia a que usualmente no solo ronda las calles de la capital sino que muchas veces ejerce “su ciencia” ante el azote de los rayos solares en otras localidades. “Cuando se trata de hoteles o restaurantes donde hay muchos cubiertos, ahí sí tengo que entrar”, expresa.

Cobra G. 5.000 por afilar cuchillos o tijeras normales y G. 10.000 por machetes y tijeras de jardinero. Indica su dificultad para escuchar con claridad por lo que hay que hablarle fuerte, pero no está en sus planes retirarse todavía a sus 72 años. Su número de teléfono para la gente de las inmediaciones que precise de su servicio es el (0985) 859-243.

Manifiesta que lo hará solo si alguna enfermedad le impide seguir trabajando, porque -aunque ya se reconoce viejo- asegura estar aún en buen estado. Y se lo ve feliz con el oficio que le da de comer día a día.

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