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Es una belleza incomparable el majestuoso espectáculo de las altísimas montaña nevadas que crecen desde las profundidades de valles y praderas. Así es el paisaje por el que atraviesa un sendero que asciende hacia los Alpes.
Por el transitaba una moza, llevando de la mano a una niña de aproximadamente cinco años. El rostro de la niña iba arrebatado de calor, porque, a pesar de que se encontraban en los primeros días de verano, la pobre iba arropada como si estuviera en el más crudo invierno.
Se dirigían a la casa del abuelo de Heidi —que era el nombre de la niña— . Su tía Dete había conseguido un trabajo en Frankfurt y como a la muerte de los padres de Heidi, la pequeña quedara a su cuidado, había dado ahora con la forma de sacársela de encima.
Y siendo el Viejo de los Alpes abuelo de Heidi y único pariente, se le había ocurrido llevarla a que viviera con él.
El Viejo de los Alpes tenía una siniestra fama en la aldea.
No bajaba casi nunca de la montaña. Se comentaba que algo terrible debía haber hecho u ocurrido al viejo para que fuera tan huraño y viviera en guerra con el mundo.
Heidi se había ido alivianando de ropas y descalzado, y había quedado atrás jugando con Pedro, un niño que cuidaba a las cabras.
Sentado en un banco de madera, el viejo de los Alpes, con su pipa en la boca, miraba a las personas que se subían.
En pocas y desagradables palabras le enteró Dete que, desde ese momento, quedaba él encargado de su nieta.
Desapareció Dete y el viejo volvió a fumar su pipa. Mientras tanto Heidi examinaba todo cuanto la rodeaba.
En la cabaña había una sola habitación, en la que se encontraban una mesa, un taburete, la chimenea, y en un rincón, una cama; dos armarios en los que estaban las ropas del abuelo en uno, y en el otro, platos y tazas.
En un estante inferior, pan, queso, carne ahumada; todo lo que el Viejo de los Alpes necesitaba.
Sobre el libro
Título: Heidi
Adaptación: Raúl Silva Alonso
Editorial: El Lector