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Entre los múltiples factores que aumentan el riesgo de molestias o enfermedades oculares se encuentra la exposición prolongada de mucha luminosidad. Esto puede producir alteraciones en diferentes estructuras oculares; la conjuntiva (parte blanca) y la córnea (parte transparente). Al irritarse la córnea produce una queratitis.
El mecanismo que protege el interior de nuestro ojo evitando la entrada de la radiación solar, que pudiera afectar la retina, es el cierre de la pupila mediante un sistema neurológico, que activa el esfínter del iris. En condiciones de baja luminosidad la pupila se dilata para permitir la entrada de más luz al ojo. Cuando no se utilizan lentes protectores solares, con filtros para la radiación solar adecuados y certificados, la pupila se dilata (por encontrarse disminuida la entrada de luz al ojo) pero no se evita la entrada de los rayos solares pertenecientes al espectro dañino de la luz. Esto es peor, ya que de no usar la protección por lo menos el mismo cuerpo se encarga de obstaculizar la entrada de radiación solar al cerrar las pupilas.
Otro mecanismo natural de protección es el lente intraocular natural con el que nacemos, que se llama cristalino. El mismo constituye una barrera para la entrada de radiaciones solares dañinas hacia la retina.
Cuando la exposición a una alta luminosidad es prolongada, el cuerpo intenta disminuirla, mediante la contracción del músculo orbicular que se encuentra alrededor de los ojos y los párpados. Al contraerse se frunce el seño y disminuye la hendidura palpebral como un reflejo de protección. La contractura prolongada de estos músculos puede producir dolores de cabeza.
Además de las lesiones al interior del ojo, también pueden desarrollarse lesiones tumorales por efecto de la exposición al sol en la superficie del ojo, tanto en la córnea como la conjuntiva. Por ejemplo, carcinomas, papilomas, etc.
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