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Una vez, lejana, fuimos de la mano de nuestros mayores escalando las horas de la vida. En su larga historia táctil, nuestras manos nos han deparado alegrías y sinsabores, placeres eróticos y quemaduras con el agua del mate.
Mano a mano conversamos con nuestros iguales y quedamos a mano con nuestros deudores o acreedores. Ocasionalmente, las manos nos protegen evitando que nos peguen un manotazo cuando llevamos una cadenilla al alcance de algún caballo loco...
Todo tiene que ver con las manos.
Por eso, hacerse las manos es un paso imprescindible en la belleza personal. Sin manicura no se puede vivir. ¿De qué sirve una cabellera impecable si las uñas denuncian el maltrato hogareño? Baños de parafina, revitalización cutánea, masajes: todo contribuye a blanquearlas y suavizarlas, para deleite propio y ajeno.
Pero, a veces, las manos nos ponen en apuros, sobre todo, si estamos distraídas. Viene a colación la anécdota protagonizada en un spa brasileño por una agradable señora.
Estaba ella cómodamente sentada en el restaurante, y había colocado su cartera colgando del respaldo de la silla, como solemos hacer a menudo para no dejarla en el suelo y que se nos vaya la plata. En un momento dado, esta señora necesitó algo de su cartera y sin dejar de mantener fluyendo los hilos de la conversación que transcurría en la mesa, manoteó hacia atrás. Una y otra vez intentó abrirla, sin éxito. Afortunadamente, porque lo que estaba acariciando inadvertidamente era nada menos que la pierna de un asombrado mozo, que casualmente se había detenido detrás de su silla.
El índice percibió el movimiento, el tacto detectó una textura inadecuada, la mano se retiró como si hubiera tocado fuego. El mozo, impecable, se retiró en silencio.
La dama ruborosa se moría de vergüenza, en medio de la risa que le dio, mientras relataba el incidente al resto de la mesa.
Le prometí contar el pecado y no quien lo cometió. La que allí estuvo, lo recuerda.
Moraleja (como diría Sor Juana): "Dulces damas que acudís/ apetitos a saciar,/ mirad donde va la mano:/os podéis equivocar".
Mano a mano conversamos con nuestros iguales y quedamos a mano con nuestros deudores o acreedores. Ocasionalmente, las manos nos protegen evitando que nos peguen un manotazo cuando llevamos una cadenilla al alcance de algún caballo loco...
Todo tiene que ver con las manos.
Por eso, hacerse las manos es un paso imprescindible en la belleza personal. Sin manicura no se puede vivir. ¿De qué sirve una cabellera impecable si las uñas denuncian el maltrato hogareño? Baños de parafina, revitalización cutánea, masajes: todo contribuye a blanquearlas y suavizarlas, para deleite propio y ajeno.
Pero, a veces, las manos nos ponen en apuros, sobre todo, si estamos distraídas. Viene a colación la anécdota protagonizada en un spa brasileño por una agradable señora.
Estaba ella cómodamente sentada en el restaurante, y había colocado su cartera colgando del respaldo de la silla, como solemos hacer a menudo para no dejarla en el suelo y que se nos vaya la plata. En un momento dado, esta señora necesitó algo de su cartera y sin dejar de mantener fluyendo los hilos de la conversación que transcurría en la mesa, manoteó hacia atrás. Una y otra vez intentó abrirla, sin éxito. Afortunadamente, porque lo que estaba acariciando inadvertidamente era nada menos que la pierna de un asombrado mozo, que casualmente se había detenido detrás de su silla.
El índice percibió el movimiento, el tacto detectó una textura inadecuada, la mano se retiró como si hubiera tocado fuego. El mozo, impecable, se retiró en silencio.
La dama ruborosa se moría de vergüenza, en medio de la risa que le dio, mientras relataba el incidente al resto de la mesa.
Le prometí contar el pecado y no quien lo cometió. La que allí estuvo, lo recuerda.
Moraleja (como diría Sor Juana): "Dulces damas que acudís/ apetitos a saciar,/ mirad donde va la mano:/os podéis equivocar".