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El gran día del concierto llegó y desde temprano estás formando fila. Todo parece tranquilo hasta que las inoportunas ganas de ir al baño aparecen y el sol se intensifica. No faltan los revendedores, quienes a toda costa quieren venderte sus tiquetes o bien te dicen “compro si le sobra”. Para colmo hay que guardar energía para dar una corrida maratónica a la hora que se abran los portones.
La impaciencia se adueña del lugar y los perros para desahogarse acostumbran criticar a todos los que van al sector de enfrente gritándoles el famoso: “¡mo'opio nde cheto!”. Tal vez es porque la diferencia de comodidad entre estas zonas es muy grande, ya que los de “vip” cuentan con canilla libre de bebidas y más espacio. Sin embargo, en césped hay que aguantar los empujones y a los infaltables “lecheros” que pasan entre la multitud ya incómoda y si querés comprar un refresco te sale súper caro.
La suerte tal vez no esté de tu lado si se larga una lluvia que atenta contra tu salud y más que nada contra tu paciencia. Decidís respirar profundo y esperar; al terminar este inoportuno fenómeno climático te alivias un poco, pero la calma dura casi nada cuando anuncian la suspensión del concierto y tenés que guardar tu entrada que probablemente ya esté desecha por la lluvia y volvés a tu casa: decepcionado, mojado y engripado. Pero se compensa si el evento se da en otra fecha, ¡y pronto!
Toda la tensión, el cansancio y los gastos parecen no ser nada cuando cantás tu tema favorito con la banda de tus amores en vivo. Parece que ni sentís todo el calor que hace ni los apretujones, sólo sabes que estás viviendo uno de los momentos que más soñaste. Al día siguiente estás afónico, ojeroso y adolorido pero te sentís orgulloso de que fue consecuencia de una gran experiencia.
Por Ayelén Díaz (17 años)