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Cuando éramos niños, los adultos alimentaban nuestro miedo haciéndonos creer que existían monstruos que nos alejarían para siempre del hogar si es que nos portábamos mal. Es posible que recuerdes el momento en el que tu mamá te decía: “Dormí que de siesta o el Señor de la bolsa te va a llevar”. Vos, temeroso de tan terrible destino, obedecías sin pensarlo dos veces.
Pero no solo los niños tienen miedo, pues existen personas que arrastran sus temores hasta después de llegar a la edad adulta. Hay quienes no pueden dormir con la luz apagada, porque sucesos espeluznantes se reproducen en sus cabezas. Por eso, tratan de acurrucarse al máximo debajo de las sábanas, para aplacar ese temor que pone en alerta todos sus sentidos, tanto que al escuchar cualquier ruido dentro de su habitación, ya piensan que es un fantasma o Jack el Destripador, quien viene con intenciones de matarlos.
También están aquellos que, al ver cómo el tiempo empieza a nublarse y relampaguear, quieren teletransportarse a cualquier otro punto del planeta para no tener que enfrentarse a la tormenta que se aproxima. Una vez iniciado el temporal, entran como balas a su casa y hasta hacen caso omiso del famoso pedido materno: “¡Rápido, rápido, meteme las ropas!”. Estos jóvenes solo desean esconderse y tapar sus oídos para no escuchar los truenos o la fuerza cada vez mayor del viento.
Asimismo, hay personas que temen a las alturas o los insectos. Seguramente, tenés una amiga que, al ver una araña chiquita, se escandaliza, pega un grito al aire y dice: “¡Matale, matale!”. Lo cierto es que todos tenemos algo que es objeto de nuestros miedos; aquello que nos hace sudar, temblar y empalidecer con solo imaginarlo, aunque, a veces, cuesta admitirlo, porque terminamos convirtiéndonos en el blanco de burlas y bromas por parte de los demás.
Por Viviana Cáceres (18 años)