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Vas caminando tranquilamente por la calle y, de repente, escuchás silbidos y piropos por parte de un grupo de hombres que te miran fijamente al pasar. Los nervios y la frustración se hacen presentes en vos, porque tratás de aguantar las ganas de decirles que son unos reverendos desubicados.
Una vez que te alejás de ellos, volvés a respirar tranquilamente hasta que recordás que no fue la primera vez en el día que soportás esa clase de incomodidad, ya que antes te habían bocinado y gritado unos hombres que iban en una camioneta. Entonces, sentís mucha rabia y te preguntás: ¿cuándo voy a poder caminar libremente sin tener que cuidarme de los degenerados que circulan en las calles?
No está prohibido que quieran admirar tu figura o la de cualquier otra mujer, pero ¿no pueden hacerlo silenciosa y disimuladamente?, ¿por qué tienen que recurrir a gestos y frases que, en lugar de agradar, te incomodan? La vergüenza que sentís es tan grande que le echás un vistazo a la ropa que tenés puesta, a fin de comprobar si no fuiste vos la que dio excusas para llamar la atención.
Sin embargo, no importa cómo te vistas, peines o maquilles, pues todas las personas nos merecemos respeto, independientemente de qué aspecto tengamos. Halagar a una chica con palabras amables es muy distinto a acosarla con frases subidas de tono y, más aún, cuando el tipo ni siquiera la conoce.
Es inútil pretender que estas situaciones dejen de producirse de la noche a la mañana, pero qué genial sería que los hombres maleducados se pusieran en los tacones de las mujeres para saber lo molestoso que es ser objeto de miradas y palabras fuera de lugar mientras una recorre las calles. Tal vez así comprenderían que la mejor manera de caerles bien a las personas es tratándolas con respeto y galantería.
Por Viviana Cáceres (18 años)