¡No me mires ni me hables porque me sonrojo!

Sentir vergüenza de hablarle a alguien que te gusta, dejar de asistir a una charla por temor a expresarte en público o enrojecer hasta la médula cuando te piropean son indicadores que te definen como una persona tímida. A veces, tierna; otras, simpática. Lo cierto es que esta conducta dificulta en gran medida la comunicación con nuestro entorno.

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Sonrojarse como un tomate, evitar mirar a los ojos de nuestro interlocutor, tartamudear o responder con evasivas son algunos de los gestos que delatan a un individuo inseguro a la hora de actuar frente a los demás. La timidez viene acompañada de incomodidad y nerviosismo, limitando de esta forma las relaciones sociales.

Si la persona tiene que presentar una exposición frente a un gran auditorio, no puede evitar el temblor en manos, rodillas y hasta en la propia voz. Además, empieza a sudar a mares y en sus movimientos se hace patente la necesidad que siente de dar fin a la presentación. Por el contrario, alguien seguro de sí mismo expresa con claridad sus ideas y tiene el poder de atraer el interés de los oyentes hacia el tema que está tratando.

Es común, también, sentirse conmovidos por chicas que, al recibir algún halago, se ruborizan o bajan la mirada. Sin embargo, entablar una conversación fluida con ellas puede ser muy sufrido porque son tan calladas que, de ser posible, las palabras deberían extraérselas con un sacacorchos. Además, se avergüenzan constantemente de su aspecto y solo piensan en el “qué dirán” cuando otros las ven.

No es un defecto ser tímido, pero, de ser posible, debemos erradicar esta actitud que pone barreras a nuestra convivencia con los demás, obstruye la materialización de nuestras ideas, impide que saquemos a flote nuestra creatividad y nos reprime a tal punto que termina atrofiándonos socialmente. Es necesario que confiemos en nosotros mismos, liberándonos de nuestras inseguridades y dejando de lado el temor a manifestar lo que pensamos o sentimos.

Por Viviana Cáceres (18 años)

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