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Estas leyendas que nos fueron transmitidas de generación en generación no dejan de ser fascinantes y mágicas, a pesar del correr del tiempo.
La historia del Karãu trata de un joven que tenía a su madre enferma y debía traer medicina, pero se distrajo en el camino y se quedó a bailar con una bella dama, por lo cual olvidó el motivo de su viaje. Horas después, un amigo le dijo: “Dejá de bailar Karãu, tu madre murió”. En vez de lamentarse, el interpelado le respondió: “Omanóva omanóma, hay tiempo para llorar” y siguió en la fiesta. Al llegar al rancho, preso de la tristeza, se transformó en un ave negra condenada a lamentarse eternamente.
Existe también el relato que habla de un indígena que salió a buscar comida y madera, pero fue rodeado por mbayaes –tribu enemiga–, entonces la Virgen se le apareció y dijo: “Ka’aguy kupépe” (detrás de la yerba); a sus espaldas, el nativo encontró un tronco tras el cual se escondió rogando a María que lo protegiera, prometiéndole que si sus perseguidores no advertían su presencia, tallaría –con la madera de ese árbol– la imagen de la Virgen. Como no lo vieron, el indígena realizó la escultura.
Otra leyenda es la del joven Ñandu Guasu, quien, enamorado de la bella Sapuru –doncella que se casaría con el que le diese el regalo más pintoresco–, buscó el obsequio en el bosque y allí vio un tejido hermoso, que al tocarlo se deshizo. Luego Ñandu Guasu llevó a su madre hasta ese lugar donde ella observó cómo la araña tejía y con sus canas confeccionó un manto similar para su hijo. Así, el joven conquistó a Sapuru y desde entonces se recuerda el amor de la madre a través del ñandutí.
Como estos, hay un sinfín de relatos folclóricos que nos entusiasmaban de niños y, aunque ya no nos causen el mismo fervor, no debemos dudar en contárselos a las nuevas generaciones.
Por Sandra Villalba (18 años)