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Nos complican la vida. Realmente, todos tenemos amores así. Nos dan vuelta el mundo, entendemos erradamente demostraciones que no eran lo que parecían o nos llevan a creer cosas que no son. Nuestro reflejo más próximo, luego de sufrir una decepción, es buscar culpables o preguntarnos repetitivamente qué hicimos mal. No puede ser que no entendamos otra rutina que no sea lamentarnos insistentemente sin dar lugar a un respiro que nos alivie.
Okey, te sentís demasiado bajoneado, estás como si todo se te viniera encima y lo máximo que te nace es suspirar, como último recurso ante tanto estrés. Discutieron o, tal vez, ni se tomaron el tiempo de hacerlo y se distanciaron. Uno de los dos o ambos decidieron dejar de remar por lo que, al principio, parecía un buen proyecto. Inmediatamente pensamos en que no queda más que dar tiempo al tiempo, calmada y pacientemente.
Podrá ser una fuerte sacudida separarte de quien tanto querés, algo que pruebe qué tanto están dispuestos a “soportarse”. Es normal que después de tiempo las diferencias salgan a flote y sean origen de los enojos. La distancia después de algún problema es necesaria con el objetivo de analizar, desde el comienzo, el porqué de permanecer juntos. Por otro lado, si los motivos son “ajenos a la pareja”, la tercera figura en juego seguro es razón suficiente para que el desamor sea permanente.
Toda experiencia mala nos impulsa a sobreponernos a ella, a encarar la decepción con voluntad. Aceptemos que las relaciones en crisis tienen dos caminos: darnos una pausa y preguntarnos si queremos seguir con esa persona, o terminar lo más decorosamente posible. La vida nos enseña que mediante los errores uno va creciendo a fin de evitarlos. No decaigas por mucho tiempo. La frustración, si sabemos manejarla, nos sirve como experiencia para afrontar futuras adversidades.
Por Daniel Miranda Bareiro (18 años)